Jose Fernández | Martes 26 de mayo de 2015
Me asiste el comodín del archivo cuando les anticipo que lo que voy a decir ahora ya lo he dicho años atrás, coincidiendo con la resaca electoral de muchos resultados inciertos. Por eso insisto en que alguna vez, alguien tendrá que ponerse de acuerdo con el resto para arreglar la ley electoral y cambiar determinados aspectos básicos que, igual que los protocolos absurdos de las campañas y las jornadas de reflexión, demuestran estar claramente superados por el tiempo y los acontecimientos. Modificar de una vez la norma para facilitar el gobierno de la lista más votada, establecer una segunda vuelta o permitir las listas abiertas son medidas que, año tras año, emergen como respuestas de la lógica al mosaico de baldosas y solerías de diversa fábrica que se dibuja en el suelo consistorial al día siguiente de unas elecciones.
Claro que luego está el recurso teórico al diálogo como prescripción facultativa ante el diagnóstico de ingobernabilidad que se cierne sobre cientos de ayuntamientos. Muy bonito, sí. Hablando se entiende la gente, suele decirse, olvidando que en muchas ocasiones la gente que tiene que entenderse no se habla, lo que dificulta un poco el idílico escenario del acuerdo entre caballeros. Puede que entre eso y algunas teleseries escandinavas en donde todos los políticos son almidonados, rubicundos y no llevan impreso en el ADN el uso de la navaja cabritera, estemos sobrevalorando la figura del diálogo como herramienta política. Y será porque uno ha seguido más de cerca la obra de Truman Capote, ese cabrón con pintas, que a la ficción televisiva escandinava, porque me van a permitir que parafrasee al lúcidamente mordaz escritor norteamericano para decir que una conversación es un diálogo, no un monólogo. “Por eso – decía Capote- hay tan pocas buenas conversaciones: debido a la escasez de personas inteligentes.”
No obstante, estoy seguro de que en las próximas tres semanas el diálogo acapara honores de titular. Al tiempo.