Nicasio Marín | Jueves 31 de diciembre de 2015
Lo que conocíamos: dulce, ácido, amargo, salado, son éstos los sabores tradicionales que aprendimos en la infancia. Después hemos incorporado el sabor llamado “umami” (traducción libre desde el japonés: “sabroso”).
Año 1908, Ikeda, investigador en la Universidad Imperial japonesa descubrió que una forma de alga marina (Kombu, pero también está en las famosas shitake) era rica en ácido glutámico, molécula que tiene su propio sabor distintivo, y le llamó unami. El unami en los años ochenta, ya en Occidente, fue reconocido oficialmente como “el quinto sabor” tras diversos estudios neurofisiológicos realizados sobre los receptores de membrana y el concepto de paladar humano: efectivamente, existía una diversidad desconocida de receptores gustativos que respondían al glutamato (sal del aminoácido glutámico) y a los nucleótidos (sillares estructurales de los ácidos nucléicos, como DNA y RNA).
Los romanos usaban el sabor umami sin saberlo, elaborando un producto semifermentado y levemente putrefacto con el pescado costero menor: “el garum”, probablemente a imitación de los fenicios (phoenikós, u hombres rojos gaditanos –Gades- predecesores en casi un milenio). Los chinos con su salsa de soja hacían algo parecido; el caldo japonés de gelatinosas algas kombu (sin huesos ni carne) que incorpora virutas de atún seco es también un antecedente. El jamón ibérico contiene generosamente el sabor umami, y el tomate maduro parcialmente deshidratado –o en aceite- también, y los quesos envejecidos, y muchos ahumados, y la carne roja madurada en faisanaje.
La leche materna –la lactosa, el primer azúcar que todo humano percibe, memorable incluso de forma inconsciente, y de ahí nuestro anhelo sostenido por los hidratos de carbono sencillos- es alimento completo y maravilloso: contiene nucleótidos y glutámico, sabor umami redondo, perfecto, insuperable.
Actualmente, el “polvo blanco” japonés (glutamato) inunda artificialmente los alimentos preparados en grado variable, a veces con la excusa de que con él se logra disminuir la necesidad de sabor salado (y por tanto de sodio). Es una industria fabulosa, pero no lo considero un acierto gastro.
Nos cuesta aceptarlo pero todo ser humano es –inevitablemente- la consecuencia probablemente azarosa y eficaz de una “lógica molecular” de los seres vivos, del mismo modo que no podemos escapar a las inexorables leyes de la termodinámica…Duele saberlo, y no tranquiliza en absoluto, pero si adoptas un estilo levemente estoico tal vez logres ver las cosas de un modo más sosegado, sin exceso emocional*, digamos más físico-químico,.., como la afirmación de pugna entre “la vieja y nueva política” que un tal Ortega y Gasset formuló allá por 1914…hace más de un siglo; sí, ya véis, idea antigua, como una alacena; y esencialmente insípida, como un tomate de gran superficie…
*“ ¡ qué tranquila, qué pacífica, sosegada y razonable sería la vida sin las emociones…y qué insoportablemente aburrida ¡” …Ah, las “emociones”¡
Que el nuevo 2016 sea un poco más amable, para la inmensa mayoría.
…Leche materna, jamón ibérico, tomate maduro selecto, bonito seco, quesos curados, carnes rojas envejecidas, algas, setas…”garum” (pasta de anchoas)