Opinión

Olvidado Blas Infante

Rafael M. Martos | Martes 09 de agosto de 2016


Se ha publicado recientemente un libro titulado “Los expedientes secretos de la Guerra Civil”, en el que su autor, José María Zavala, se refiere a los últimos días de líderes anarquistas como Durruti y Andreu Nin, del jefe monárquico José Calvo Sotelo, a los poetas Federico García Lorca y Miguel Hernández, al fundador de Falange Española José Antonio Primo de Rivera, el padre del Partido Reformista Melquíades Álvarez, el héroe del Plus Ultra Ramón Franco o Alfonso de Borbón, primo del rey Alfonso XIII, pero curiosamente no hay referencias a Blas Infante, cuando su caso es paradójico, y sólo por ello merecería un capítulo. O por lo menos recogerse que con él colaboró Ramón Franco, que con su avioneta distribuyó propaganda política de la candidatura radical del andalucista, frustrada por el Complot de Tablada.

No deja de ser curioso la escasa atención que se presta al asesinato de Blas Infante del que ahora se cumplen 80 años, aunque sólo sea desde el punto de vista historiográfico o académico. Y es que no se conocen más casos como el suyo, en el que una sentencia es dictada por un tribunal casi cuatro años después de haber sido ejecutada.

El dos de agosto de 1936 el sargento Crespo y un grupo de conmilitones de la Falange Española, se presentaron en Villa Alegría (Dar Al Farah), la casa familiar de Blas Infante en Coria del Río, donde trabajaba como notario, y se lo llevaron.

De allí lo trasladaron al antiguo cine Jáuregui, y compartió con varios cientos de personas más -obreros e intelectuales- horas y días, ya que no fue hasta el día 10 cuando lo sacaron junto con otros dos, acabando tirados en una cuneta tiroteados en el kilómetro cuatro de la carretera de Sevilla a Carmona, a las espaldas del Convento de las Clarisas, a las que habitualmente ayudaba en aquello que le pedían.

Hasta ahí sería la misma historia miles de veces repetida a lo largo de los tres años de Guerra Civil, en el que tantos fueron asesinados de modo impune por el sólo hecho de pensar como pensaban. Lo excepcional del caso de Blas Infante es que el cuatro de mayo de 1940 fue juzgado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, y resultó condenado a muerte y su familia obligada a pagar una multa.

En realidad se trató de una forma de dar una pésima cobertura legal a lo que no fue más que un asesinato, ya que según puede leerse en la sentencia, se le acusa de haber formado parte “de una candidatura de tendencia revolucionaria en las elecciones de 1931 y en los años sucesivos hasta el 1936 se significó como propagandista para la constitución de un partido andalucista o regionalista andaluz”, y añade que “lo que supone en él una actitud de grave oposición y desobediencia al mando legitimo y de las disposiciones del mismo emanadas”, al tiempo que se afirma que ese comportamiento iba en contra del bando de guerra. ¿Es que es posible desobedecer una ley que aún no se ha dictado?

Y una pregunta no menos importante -pero que tiene fácil respuesta- es el motivo por el que se hace en 1940 ese juicio infame por parte de un tribunal que tampoco existía en el momento en el que se ejecutó ésta, y mucho menos cuando se produjeron los supuestos delitos que, como decimos, no lo pudieron ser. Se trataba de exonerar de responsabilidad penal a los falangistas que le mataron, también de amedrentar a la familia imponiéndoles una multa cuando además iban a tener dificultades para salir adelante -el “cabeza de familia” era en aquellas fechas el único sustento económico-, y sobre todo, para intentar enterrar para siempre las ansias de autogobierno de los andaluces.

Alrededor de una docena de libros en su haber, cientos de artículos sobre todas las temáticas (economía, flamenco, historia, derecho, administración, infantil...), una capacidad intelectural como pocas ya que logró hacer en solo dos años la carrera de Derecho con unas notas excepcionalmente buenas a pesar de acudir sólo a los exámenes, y unas oposiciones a notario aprobadas tan rápido que tuvo que esperar un año para ejercer porque la ley no tenía previsto algo así. Y basta mirar la prensa andaluza de la época para reconocer la talla política de este andaluz, para quien no se escatimaban elogios por su determinación en la lucha y su incansable trabajo.

Como si los versos de Abu Asbag Ibn Arqam, visir del rey Almotacín de la taifa de Almería, hubieran sido una premonición, la “verde bandera que se ha hecho de la aurora blanca un cinturón” le concedió “un espíritu triunfante”.

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