Opinión

Campaña contra la agricultura almeriense

(Foto: DALL·E ai art).
Rafael M. Martos | Domingo 04 de mayo de 2025

La idea de conocer el "precio real" de los alimentos, incorporando los costes sociales y medioambientales ocultos tras la etiqueta, es, en principio, una propuesta que invita a la reflexión. En un mundo cada vez más consciente de la sostenibilidad, entender el impacto de nuestras decisiones de consumo parece no solo razonable, sino necesario. La campaña lanzada por Ecologistas en Acción bajo esta premisa podría haber sido una herramienta valiosa para fomentar esa conciencia crítica. Sin embargo, la ejecución de la campaña y, sobre todo, quién paga la fiesta, la convierten en un ejercicio profundamente cuestionable y, para muchos, directamente inaceptable.

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La polémica, avivada por la denuncia de la eurodiputada almeriense del PP, Carmen Crespo, y el rechazo de organizaciones como ASAJA, no reside tanto en la existencia de los problemas que se muestran –vertederos ilegales con plásticos de invernadero y envases de fitosanitarios en Almería– sino en la narrativa que se construye a partir de ellos. Es innegable que esas imágenes corresponden a realidades lamentables que persisten en puntos concretos de nuestra geografía. Cualquiera que conozca la provincia puede haber visto episodios similares. El problema fundamental es que la campaña de Ecologistas en Acción eleva la excepción a categoría de norma. Al vincular esas imágenes directamente al "precio real de los alimentos", se transmite el mensaje implícito de que así es como se producen nuestros alimentos, de que esa es la práctica habitual en la huerta de Europa. Y eso es, sencillamente, falso.

Esta generalización no solo es injusta, sino también peligrosa. Mancha la imagen de miles de agricultores que sí cumplen la normativa, que invierten en sostenibilidad, que gestionan sus residuos correctamente y que son, precisamente, los que sostienen el modelo agrícola que nos ha convertido en referencia. Al enfocar el objetivo en los incumplidores –que existen y deben ser perseguidos–, se proyecta una sombra de sospecha sobre todo un sector vital para la economía almeriense y española.

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Resulta inevitable preguntarse a quién beneficia esta campaña, más allá de la propia organización ecologista. Flaco favor se le hace a la agricultura española cuando se airean sus problemas –reales pero minoritarios– de esta manera, mientras se obvian o minimizan los impactos de nuestros competidores directos. ¿Acaso la producción intensiva en los Países Bajos, con su enorme dependencia de la calefacción para los invernaderos, no genera una huella ambiental significativa? ¿O es que las condiciones laborales y medioambientales en las explotaciones de Marruecos, donde las exigencias no son ni remotamente comparables a las europeas, no merecen la atención de campañas similares financiadas con fondos públicos españoles? Parece existir una suerte de miopía selectiva: se escudriñan con lupa los problemas internos mientras se ignora lo que ocurre más allá de nuestras fronteras, incluso cuando nos afecta directamente por competencia desleal.

Pero el punto más sangrante de esta controversia es, sin duda, el patrocinio gubernamental. Que el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico financie una campaña que, en la práctica, desacredita a una parte importante del sector agrícola español roza el esperpento. El Gobierno de España tiene la responsabilidad primordial de velar por el cumplimiento de la ley. Si existen vertederos ilegales y prácticas inadecuadas, es su deber –compartido con otras administraciones– detectarlas, sancionarlas y erradicarlas. Patrocinar una campaña que denuncia precisamente aquello que no se ha conseguido controlar es, como mínimo, una admisión de incompetencia o, peor aún, una dejación de funciones.

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Además, se espera del Gobierno que promocione los sectores productivos del país, que defienda la calidad de nuestros productos en el exterior y que apoye a quienes generan riqueza y empleo cumpliendo las normas. Financiar una campaña que siembra dudas sobre la agricultura almeriense es actuar en dirección diametralmente opuesta. Es una incoherencia difícil de justificar.

Ecologistas en Acción, como cualquier organización, tiene pleno derecho a realizar las campañas que considere oportunas y a denunciar lo que estime denunciable, asumiendo las críticas que ello pueda generar. La libertad de expresión ampara su activismo. Lo que resulta inadmisible es que esa campaña, con su enfoque sesgado y potencialmente dañino para un sector estratégico, se realice con dinero público. El Gobierno no debería financiar iniciativas que socavan la imagen de la producción nacional, sino utilizar esos recursos para asegurar el cumplimiento de las normativas ambientales y para promover las buenas prácticas que, afortunadamente, son la verdadera norma en el campo almeriense y español.

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Utilizar casos aislados, por muy reales que sean, para construir una narrativa general sobre el "precio de los alimentos" es una manipulación que no resiste el análisis. Los agricultores que se esfuerzan día a día por hacer las cosas bien no merecen ser metidos en el mismo saco que una minoría incumplidora, y mucho menos con el aval económico del propio Gobierno.

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