Hace unos días les contaba, en un artículo titulado Pedro Sánchez y yo, mi relación –sin presiones, sin prejuicios, sin propaganda– con el actual presidente del Gobierno. Les hablaba de cómo ha cambiado con los años, de su evolución desde aquel recién llegado que tomó el poder por una moción de censura, hasta el hombre que ha reescrito los márgenes de la Constitución para mantenerse en la Moncloa.
Y les dije que, en otro momento, les hablaría de Mariano Rajoy. Ese momento es ahora.
Porque, a ver, en esta España donde todo el mundo grita, es difícil encontrar un rincón desde el que uno pueda simplemente hablar. Sin gritar. Sin aplaudir por sistema. Y sin odiar por inercia. Yo, que no tengo carnet ni lo quiero, todavía me permito el lujo –sí, el lujo– de defender lo que creo que se hizo bien. Y Rajoy, por muy impopular que sea decirlo en según qué círculos, hizo algo bien: su gestión del 1 de octubre.
Sí, el famoso referéndum ilegal que montó la Generalitat de Cataluña, gobernada entonces por Carles Puigdemont y jaleada por todo el aparato independentista. Aquel día, el 1-O, que algunos quieren convertir en una épica fundacional y otros prefieren enterrar bajo toneladas de silencio.
No es que el PSOE ataque a Rajoy por la gestión de todo aquello, no es lo hagan los independentistas, es que hasta en el propio Partido Popular mira para otro lado cuando se le saca este tema, como diciendo que no va con ellos, cuando no comentan en privado que lo hizo muy mal, que fue una desastrosa gestión.
Yo no sé ustedes, pero a mí me sigue pareciendo relevante lo que hizo. Porque cuando ahora se habla de que “el conflicto catalán se ha calmado” –y se le atribuye esa calma a los indultos, a la amnistía, o a la cesión de competencias a medida–, yo no puedo evitar pensar que esa calma, en realidad, viene del miedo.
Del miedo a que te vuelvan a detener. A que te juzguen. A que te condenen. A que tengas que pagar un multa. A que te encarcelen.
Y eso lo hizo Mariano Rajoy.
Fue Rajoy quien, con esa pachorra gallega suya que muchos confundieron con pasividad, aplicó la ley como un cirujano: sin prisa, sin ruido, pero con bisturí. No se dejó arrastrar por el griterío, ni por el “hay que intervenir ya” que se escuchaba desde los platós de televisión. Esperó. Midió. Calculó. Porque, y esto conviene recordarlo, uno no puede reprimir delitos que aún no han ocurrido. La ley no persigue intenciones, sino hechos.
Y cuando los hechos ocurrieron, reaccionó. Se blindó legalmente. Dio cobertura jurídica a cada paso. Y dejó que fueran los fiscales y los jueces, junto a los abogados del Estado, quienes hicieran su trabajo. Gracias a eso, los artífices del 1-O fueron detenidos, juzgados y condenados. Y no fue hasta después, con Pedro Sánchez en la Moncloa, cuando esas condenas empezaron a ser suavizadas. Primero con indultos. Luego con reformas del Código Penal –adiós sedición, hola “desórdenes agravados”–. Y ahora, con la amnistía como epílogo de ese proceso.
Claro, que hay quien dice: “Rajoy dejó que se liara parda”. Que le pillaron con el paso cambiado. Que le colaron las urnas como si fuera un novato. Y tienen razón. A Rajoy le falló la inteligencia, el CNI. Le falló la policía. Le falló su propio aparato del Estado.
Pero aquí es donde uno empieza a sospechar que quizá esa “policía patriótica” que tanto se le atribuye al PP, en realidad no era tan patriótica… ni tan suya. Porque, si uno lo piensa bien, ¿cómo es posible que no supieran dónde se iba a votar? ¿Cómo no supieron impedir las aplicaciones móviles con las que se coordinó todo el dispositivo? ¿Cómo no se dieron cuenta de que Puigdemont tenía las maletas listas para fugarse por la frontera?
O sabían y no lo dijeron.
O no sabían… y otros sí.
Porque esto me recuerda a aquel otro episodio oscuro: los atentados del 11 de marzo en Madrid. El Gobierno del PP apuntando a ETA. El PSOE, con Rubalcaba al frente, sabiendo desde el minuto uno que había sido Al Qaeda. ¿Cómo lo sabían? ¿Quién les informó? ¿Qué canales tenían?
Es decir, los servicios de inteligencia del Estado que no se percataron de la puesta en marcha del mayor atentado terrorista en suelo europeo en aquel momento, pero fueron tremendamente ágiles en detener a todos los implicados, con una eficacia sobrenatural para un plan tan supuestamente elaborado... fueron incapaces también de detectar la compra de urnas y su llegada a Cataluña, o las apps que promovió el gobierno catalán para el voto... y hasta se les escapó Puigdemont, el mismo que se les coló para dar un mitin, y el mismo que se les volvió a escapar...
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiadas coincidencias.
Y, sin embargo, a Rajoy se le echa todo encima. Como si hubiera sido un espectador más. Como si no hubiera hecho nada. Como si no hubiera asumido el coste político –y lo asumió– de aplicar el 155, de poner orden, de resistir el empuje de los que querían una España troceada.
¿Que Rajoy tenía muchas cosas criticables? Por supuesto. ¿Que incumplió promesas? ¿Que en algunas cuestiones hizo justo lo contrario de lo prometido? También. ¿Que dejó morir su propio liderazgo por inanición? No lo niego. Pero si hablamos del 1 de octubre, de lo que fue y de lo que pudo ser, entonces sí: yo sigo defendiendo su gestión.
Porque a veces, en política, no gana el que más ruido hace.
A veces gana el que sabe esperar.
Y Rajoy esperó. No para esconderse, sino para actuar cuando tocaba.
Así que sí: Mariano Rajoy y yo no tenemos mucho en común. Él es más de andar y yo de correr. Él de galleguear y a mi se me entiende incluso cuando hablo andaluz. Pero en esto, al menos en esto, creo que coincidimos: en que la ley debe estar por encima del tacticismo.
Aunque eso hoy suene a cuento viejo.