Opinión

Primarias Populares

Rafael M. Martos | Jueves 26 de junio de 2025

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Se avecina el Congreso del Partido Popular en el que, sin sorpresa alguna, será reelegido Alberto Núñez Feijóo como presidente. Desde Almería, la militancia ha respaldado masivamente su candidatura, con una adhesión tan unánime como previsible. No hay en eso mucho que rascar. Lo interesante está en el modelo de partido que va a consolidarse tras esa reelección: uno que se encamina hacia unas primarias indirectas, esto es, controladas, amortiguadas, predecibles… domesticadas. Nada que ver con la pulsión por el voto directo que defiende, con obstinación y algo de lógica democrática, Isabel Díaz Ayuso.

Y sí, lo confieso: suelo ser crítico con Ayuso. Muy crítico. Pero cuando alguien tiene razón, la tiene. El voto directo del militante no debería ser una rareza, ni una amenaza para el aparato, ni una bomba de relojería. Debería ser, simplemente, una herramienta básica de democracia interna. El militante o afiliado no puede ser sólo un ser anodino que paga su cuota, reparte folletos en campaña y obedece sin rechistar. Si se le niega la voz, ¿cómo se le va a pedir que defienda un proyecto con pasión, que se implique, que crea?

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El problema es estructural. Cualquier militante que levante la cabeza dentro de un partido —del que sea, pero aquí hablamos del PP— se encuentra con el mismo decorado: los mismos nombres en los carteles, los mismos apellidos en los puestos, las mismas caras en las fotos. Un ciclo cerrado, impermeable, donde quien entra no sale y quien aspira a entrar lo tiene que hacer por las rendijas del clientelismo o la obediencia.

Feijóo va camino de consolidar un modelo de partido de "los de siempre para los de siempre", y no lo digo por falta de apoyos: lo tiene todo a su favor. Pero a veces el exceso de control termina asfixiando lo que pretende proteger. Un partido que no se renueva por dentro se oxida. Y un militante que sólo sirve para aplaudir termina por aburrirse. O por marcharse.

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Ahora bien, tampoco vayamos a pensar que el modelo alternativo —el de primarias abiertas, directas y gloriosas— ha funcionado mejor en el otro lado del espectro político. El PSOE fue pionero en establecer las primarias como fórmula para elegir a su secretario general. Pero los resultados han sido, por decirlo suavemente, discutibles.

Pedro Sánchez fue elegido por las bases en una primaria frente a Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias. Luego la vieja guardia se lo cargó. Y luego resucitó en otro proceso de primarias donde venció a Susana Díaz y Patxi López. Aquello parecía un renacimiento democrático. Se prometió pluralismo, transparencia, transversalidad… y lo que vino después fue una maquinaria de poder férrea, cerrada y vertical como pocas.

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Hoy en día, en el PSOE, las primarias existen como formalismo, pero el dedo sigue marcando a los candidatos autonómicos, locales o estatales. No hay margen para sorpresas. Lo que se vende como democracia es un escaparate; lo que se impone es un catálogo. El "sí, es sí", pero con el dedo en el botón.

Volviendo al PP, la apuesta por unas primarias indirectas no es más que una versión sincerada de ese mismo modelo: la militancia no decide, ratifica. Y si quiere algo más, que se espere sentado.

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Porque eso es lo que ha llegado a ser el militante medio en la política española: mobiliario de partido. Una silla con nombre, una ficha pagadora, una mano que aplaude en los congresos y sujeta banderas en los mítines. La participación real, la de verdad, la que incomoda a los que mandan, sigue sin estar en la hoja de ruta.

Y así nos va.