Opinión

Nuestro Floyd

Rafael M. Martos | Martes 24 de junio de 2025

Un hombre ha muerto asfixiado en plena calle, boca abajo, con el cuello aprisionado por el brazo de un policía fuera de servicio. Hay vídeo. Hay testigos. Hay súplicas para que lo suelte. Hay, también, una muerte. Pero no hay protestas masivas, ni portadas, ni genuflexiones institucionales. No hay políticos arrodillados en señal de duelo, ni editoriales encendidos, ni manifestaciones contra el racismo o la brutalidad policial. Lo que hay es silencio. Y eso, precisamente eso, es lo que da más miedo.

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Si el lector ha sentido un escalofrío es porque lo recuerda: George Floyd, Minneapolis, 2020. Un policía blanco lo inmoviliza con la rodilla en el cuello durante más de ocho minutos. La víctima, un hombre negro, suplica: "I can't breathe". El vídeo incendia las redes, atraviesa fronteras, y enciende la chispa del mayor movimiento antirracista de las últimas décadas. Aquí, en el Estado español, miles salieron a la calle en apoyo. Se escribieron columnas, se pronunciaron condenas. Se hicieron camisetas. Se coreó el nombre de Floyd como si fuera uno de los nuestros.

Pero ahora ha pasado aquí, en Torrejón de Ardoz. El muerto, un hombre de 35 años, con múltiples antecedentes —detalle que parece justificar cualquier cosa entre quienes más golpes de pecho se dan—, ha fallecido asfixiado mientras un policía municipal de Madrid, fuera de servicio y liberado sindical de UGT, lo sujetaba por el cuello tras un presunto robo de móvil. El mataleón duró más de lo que puede soportar un cuello humano. Uno de los presentes le pidió al agente que aflojara. No lo hizo. El resultado: muerte por estrangulamiento, certificada por el Summa 112 tras más de 30 minutos de reanimación.

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Y el agente, ya detenido, ya ante la jueza, ha salido con una palmada en la espalda judicial: libertad provisional, retirada de pasaporte y firma semanal. ¿Delito? Homicidio imprudente. Como quien se salta un ceda el paso y atropella a alguien sin querer.

La asimetría entre este caso y el de Floyd no es anecdótica, es estructural. ¿Por qué no hay protestas? ¿Por qué este vídeo no recorre el mundo? ¿Por qué se ha ocultado el nombre del agente mientras el historial del muerto se exhibe con minuciosidad? ¿Por qué algunos titulares hablan de “fallecimiento” y no de “estrangulamiento”? ¿Qué país es este que se solidariza con las víctimas lejanas pero no con las propias?

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La respuesta es incómoda. Este país no se mira al espejo si no es para peinarse. Le cuesta reconocerse en sus miserias. Prefiere externalizarlas: el racismo es cosa de otros porque "nosotros" lo que rechazamos es a los delincuentes... pero curiosamente solo vemos delincuentes en quienes tiene otro color de piel, y la brutalidad policial es cosa de los norteamercianos porque aquí hace falta más mano odura. Aquí, cuando un hombre muere asfixiado por un agente, el debate se diluye entre excusas: que si era reincidente, que si robó un móvil, que si el policía actuó bajo presión… como si esas fueran razones para desatar el cuello de alguien hasta matarlo.

Más Madrid ha hablado claro: pide una investigación seria y pone el foco en un posible caso de racismo policial. Pero esa voz suena casi sola, como si nombrar el racismo en nuestro cuerpo policial fuera más ofensivo que la muerte de un hombre.

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Y luego está el detalle que bordea el surrealismo: el agente, que llevaba años sin patrullar por estar liberado sindicalmente por UGT, decide aplicar una maniobra letal en plena calle como si aún llevara placa y pistola, como si lo hiciese todos lo días, como si su falta de entrenamiento para algo tan peligroso no fuese un hándicap. Lo hace en nombre de su propia seguridad, o de la propiedad privada, o del hartazgo social. Da igual. Lo hace y punto. Y el muerto, con más de 40 antecedentes —insisten algunos—, es como si ya hubiera nacido culpable. A nadie parece importarle que la pena de muerte, por ahora, no esté en el Código Penal. Y es que en eso también tenemos superioridad moral: España está contra la pena de muerte, pero el Estado creó un grupo terrorista que mataba y secuestraba... y la gente miró para otro lado (todos no, pero lo mayoría), está contra la pena de muerte, pero pasa ésto y se justifica porque la víctima era un presunto delincuente.

Nuestro Floyd no tiene nombre en los telediarios. Nuestro Floyd no es trending topic. Nuestro Floyd no ha provocado una sola dimisión, ni una revisión de protocolos, ni un debate en el Congreso. Nuestro Floyd ha muerto en un silencio atronador que no lo salvará de volver a repetirse.

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A lo mejor es que aquí somos más civilizados. O más cobardes. O más hipócritas.

Lo que está claro es que, si en vez de Torrejón hubiese sido en Alabama, todos sabríamos pronunciar el nombre del muerto y exigir justicia.

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Pero como fue aquí, como fue nuestro Floyd, preferimos no mirar.

Porque, al fin y al cabo, no era más que un ladrón y además inmigrante, ¿no?

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Eso es exactamente lo que pensaron los que mataron a George Floyd.