Hay noticias que se entienden mejor cuando se leen juntas. Son como esos matrimonios raros que nadie acaba de comprender hasta que los ves en pareja y dices: ah, vale, ahora todo encaja. Pero otras veces, lo que pasa es justo lo contrario: que cuando unes dos titulares, lo que debería tener sentido se disuelve como un azucarillo en café hirviendo. O más bien, se convierte en un esperpento. Y eso es exactamente lo que ocurre con dos anuncios recientes del Gobierno que, leídos por separado, podrían sonar razonables, incluso atractivos, pero puestos uno junto al otro provocan un cortocircuito mental del que cuesta salir.
Por un lado, tenemos a la vicepresidenta Yolanda Díaz, adalid incansable de la reducción de la jornada laboral. Nos habla —con ese tono entre maternal y poético que gasta últimamente— de vivir. De que la vida no es solo trabajar. De que hay que dedicar más tiempo a uno mismo, a la familia, a pasear, a leer, a contemplar atardeceres en un banco del parque. Y para eso, claro, hay que trabajar menos. No vamos a decir que suene mal. Suena hasta bonito. De hecho, apetece.
Pero justo al lado —literalmente, en la página siguiente del periódico, o en la misma jornada informativa si uno escucha la radio— aparece otra noticia, esta vez con menos poesía y más cálculo: los jóvenes de hoy, si quieren cobrar la pensión completa, tendrán que trabajar hasta los 70 años. ¿Por qué? Porque comienzan a trabajar tarde, cobran sueldos bajos, encadenan trabajos breves con parones intermedios, tienen contratos precarios, y además, ahora se les promete que trabajarán menos horas. Resultado: las cotizaciones a la Seguridad Social son cada vez más exiguas, por no decir famélicas, y con lo que cotizan no da ni para pipas, mucho menos para una pensión decente. Conclusión: a trabajar más años. Mucho más.
¿Y en qué quedamos entonces? ¿Reducimos la jornada para que puedan vivir más y mejor… pero los condenamos a alargar su vida laboral hasta los 70? ¿Nos estamos ahorrando horas de trabajo ahora para regalárselas al futuro? ¿Vivimos ahora para currar luego? Porque si es así, la jugada tiene trampa, y además es cruel.
Y por si fuera poco, a esta mezcla de ideas felices se le añade una tercera capa de delirio: la jubilación reversible. Es decir, permitir que quienes ya se han jubilado puedan reincorporarse al mercado laboral. ¿Para qué? ¿Para aliviar el desempleo juvenil? ¿Para tapar los huecos que el propio sistema ha creado? ¿De verdad esa es la estrategia? Que no trabaje quien quiere y puede, sino que vuelva a trabajar quien ya se había ido. Como si la solución al paro fuera rebobinar la vida de la gente.
Uno se pregunta: ¿en qué condiciones está una persona de 70 años para trabajar una jornada? Porque una cosa es verla pasear por la playa, leer el periódico en una terraza, jugar al dominó o subir fotos del nieto al WhatsApp familiar. Otra muy distinta es levantarse cada día a las seis de la mañana, aguantar desplazamientos, horarios, presión y cumplir objetivos. ¿Es eso razonable? ¿Estamos en serio diciendo que es mejor que trabajen los que ya han entregado cuatro o cinco décadas de su vida laboral en vez de facilitar la entrada de quienes apenas llevan los primeros pasos?
Al final, el panorama que queda es este: reducimos las jornadas pero estiramos las carreras laborales; impulsamos el descanso pero exigimos más años cotizados; defendemos el derecho a la vida plena, pero convertimos la jubilación en una línea borrosa y movediza. Y todo eso en nombre del progreso, del bienestar, de los derechos de los trabajadores.
¿No será más bien que los políticos están en otra película? Porque, sinceramente, no parece que estén donde deberían: buscando soluciones reales, coherentes, sensatas. Más bien parece que están ocupados en construir relatos que suenan bien por separado, pero que al ponerlos juntos chirrían como una orquesta sin ensayo. Y el resultado, ya lo estamos viendo, lo acabamos pagando nosotros. Con menos salario, menos tiempo, menos futuro y, para colmo, más años de trabajo.
Eso sí: con más poesía.