Opinión

Donald Trump como error mundial

Rafael M. Martos | Jueves 17 de julio de 2025

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Hay errores y luego están los de Donald Trump. De los que no caben en una fe de erratas sino que se estampan a gritos en la escena internacional, como un elefante borracho en una tienda de porcelana. Que un expresidente de los Estados Unidos —y probable candidato de nuevo— no entienda lo más básico de los países con los que pretende relacionarse, ya no es un chiste, es una amenaza con nombre propio. Y lo peor es que, a estas alturas, nadie se atreve a decir que le sorprende.

Lo último ha sido en Liberia. Sí, ese país de África occidental fundado por antiguos esclavos afroamericanos que, atención, tiene como idioma oficial el inglés. Pues bien, Trump, con su habitual condescendencia disfrazada de halago, decidió elogiar al presidente liberiano por “hablar tan bien inglés”, como si se tratase de una muestra de genialidad espontánea y no del idioma en el que se legisla, se estudia y se canta el himno nacional en Monrovia desde hace más de un siglo. No es un desliz sin importancia: es la evidencia de una ignorancia estructural, imperial y profundamente ofensiva. Trump ve el mundo con un atlas escolar de los años 50, y ya entonces lo habría suspendido.

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Pero no acaba ahí. No olvidemos su ya célebre encontronazo con el presidente de Sudáfrica, en plena campaña de pánico sobre un supuesto “genocidio blanco”. Trump difundió en redes sociales una imagen de violencia rural asegurando que era la prueba del exterminio de agricultores blancos en Sudáfrica. Solo había un detalle menor: la imagen era de otro país y no existía ni una sola denuncia creíble de ninguna ONG seria que respaldara semejante acusación. Un montaje de propaganda supremacista convertido en tweet presidencial. Un bulo con sello oficial de la Casa Blanca.

¿Y Ucrania? No hay que irse muy atrás. Cuando el país fue invadido por Rusia en 2022, Trump no solo evitó condenar con firmeza la agresión, sino que aprovechó la oportunidad para arremeter contra Zelenski, al que había intentado chantajear años antes, reteniéndole ayuda militar a cambio de que investigara a su rival político, Joe Biden. Esa fue, recordemos, la base del primer impeachment que enfrentó. Pero en lugar de asumir el error, Trump volvió a los ataques personales, a la burla, a los gestos teatrales de quien no distingue un tratado internacional de un mitin en Ohio.

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Trump convierte la política exterior en un tablero de Monopoly. Cree que un país es suyo si ha construido un hotel en su capital o si le han dado una cena de gala. Su visión del mundo está basada en clichés, en prejuicios raciales, en ideas de dominación más propias del colonialismo del XIX que del siglo XXI. Se mueve por impulsos, como si cada declaración fuera un zarpazo, una reacción emocional a una noticia de Fox o a un meme mal entendido.

¿Y qué hacemos mientras tanto los demás? Algunos, con razón, lo contemplan como un bufón peligroso. Pero otros, más temibles aún, ven en él un modelo. Porque no olvidemos que hay votantes —millones— que aplauden su desparpajo, su "decir lo que piensa", aunque lo que piense sea una barbaridad sin pies ni cabeza.

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A Trump no le interesa el orden mundial, ni la geopolítica, ni las alianzas. Le interesa el espectáculo. Le interesa ganar el titular del día, aunque eso signifique ridiculizar a un país entero o erosionar la credibilidad de su propio Estado. Y eso lo convierte en un líder profundamente peligroso en un mundo que ya tiene bastantes fuegos como para que venga él a echar gasolina.

Al final, no se trata de si habla de Liberia, Sudáfrica o Ucrania. Se trata de que no entiende ni respeta a nadie que no forme parte de su show. Y si algún día vuelve al poder, no será un regreso; será una recaída. Y como toda recaída, será peor que la primera vez.