En un giro estratégico que pone en valor el trabajo de los agricultores del sureste peninsular, la Comisión Europea ha presentado una nueva propuesta para que los centros escolares de los Estados miembros prioricen la inclusión de frutas, verduras y leche producidas dentro de la Unión Europea. Esta medida, enmarcada dentro del programa escolar europeo lanzado en 2017, se convierte en una inesperada bocanada de aire fresco para sectores agrarios como el almeriense, históricamente asfixiados por la competencia desleal de productos importados.
Aunque la propuesta nace con el objetivo principal de promover hábitos alimentarios saludables entre los más jóvenes, Bruselas introduce ahora un enfoque mucho más político y proteccionista: dar prioridad a lo local. Y en esa ecuación, el tomate almeriense —símbolo del esfuerzo, la innovación tecnológica y la calidad agroalimentaria europea— cobra especial protagonismo.
La iniciativa ve la luz justo cuando la Unión Europea inicia el largo y complejo camino de negociación del Marco Financiero Plurianual 2028-2034, que contempla un recorte significativo a la Política Agraria Común (PAC). En este contexto, apostar por el producto europeo se presenta como una forma de blindar, al menos parcialmente, el tejido agrícola comunitario ante la creciente presión exterior.
El programa escolar, dotado con más de 220 millones de euros anuales, se destina a financiar el suministro de frutas, hortalizas y leche en los colegios de la UE. Ahora, el nuevo texto propone “dar prioridad” a los productos originados en suelo europeo y, dentro de estos, a aquellos que cumplan con los estándares más exigentes en términos ambientales, sociales y de producción sostenible. El mensaje es claro: si el tomate lo cultiva Europa, que sea ese el que se sirva en el plato de los escolares europeos.
La propuesta llega en un momento de especial tensión en los mercados hortofrutícolas. Durante el primer trimestre del año, las importaciones desde Marruecos aumentaron un 14%, alcanzando en el caso del tomate una cifra alarmante: más de 579.000 toneladas. El incremento no solo supera con creces los niveles del año anterior, sino que revela una tendencia sostenida que amenaza con desbordar el control de cuotas y mecanismos arancelarios establecidos por los acuerdos comerciales.
El tomate es, sin duda, el emblema de esta pugna. Representa ya el 8,6% del mercado europeo frente al 5% de hace una década. A este ritmo, la competencia deja de ser simplemente un reto económico para convertirse en un problema estructural. Mientras los productores almerienses se ajustan a las regulaciones comunitarias —desde las normativas de sostenibilidad hasta las laborales—, en otras latitudes se juega con cartas muy distintas. Productos que no cumplen los mismos estándares se abren paso en los supermercados europeos a precios imposibles de igualar.
Y todo esto sin contar con la polémica del Sáhara Occidental: Marruecos continúa comercializando productos de ese territorio pese a las reiteradas sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que insisten en que los recursos del Sáhara solo pueden ser gestionados por su población legítima. Un punto que algunos europarlamentarios no han dudado en calificar como “grave vulneración del derecho europeo”.
Para Almería, cuya economía y modelo de desarrollo están íntimamente ligados al sector hortofrutícola, la propuesta de Bruselas supone algo más que una ayuda puntual: puede marcar el inicio de una nueva etapa en la relación entre el campo y las instituciones europeas. El hecho de que la UE incluya criterios como la “huella climática baja”, la producción ecológica o el origen local de pequeñas explotaciones da a la provincia una ventaja comparativa que no se puede desaprovechar.
El documento comunitario señala la necesidad de “corregir los actuales desequilibrios de la cadena alimentaria” y reconoce que los productores primarios son los que más sufren los riesgos del sistema. Un diagnóstico que entronca directamente con las reclamaciones históricas del campo almeriense, cuyos profesionales llevan años alertando del colapso económico al que se ven abocados mientras se mantienen como columna vertebral del abastecimiento europeo.
En este contexto, la idea de que el tomate almeriense pueda tener prioridad en los comedores escolares de toda Europa no es un gesto simbólico, sino una apuesta estratégica. Se trata de proteger el empleo agrícola, de sostener la vida rural y de asegurar que los alimentos que llegan a los niños europeos cumplen los máximos estándares de calidad, seguridad y sostenibilidad.
Que la Comisión Europea proponga blindar los menús escolares con productos comunitarios puede parecer un detalle menor frente a las grandes cifras del presupuesto europeo. Pero en realidades locales como la de Almería, donde el tomate no es solo un producto agrícola sino una seña de identidad, un pequeño gesto desde Bruselas puede tener un gran impacto. Más aún cuando, mientras se discuten presupuestos y acuerdos, las explotaciones familiares luchan por sobrevivir y miles de jornaleros se juegan cada día su futuro.
La batalla por el tomate —y por el resto de frutas y hortalizas que brotan del mar de plástico— no se libra solo en los invernaderos, sino también en los despachos de las instituciones europeas. Y ahora, por una vez, parece que el viento empieza a soplar a favor del sureste.