Opinión

Lenguas en Europa

Rafael M. Martos | Martes 22 de julio de 2025

A Pedro Sánchez le ha dado por europeizar el catalán, el vasco y el gallego. Y no en el sentido poético de abrirlos al mundo ni de celebrar su riqueza cultural, que eso sería hasta plausible. No. Lo que quiere el presidente del Gobierno es que estas lenguas se conviertan en cooficiales dentro de la propia Unión Europea, con todas las consecuencias institucionales, logísticas y —sobre todo— económicas que eso conlleva. Y lo más sangrante no es el gesto en sí, sino quién va a pagar la factura: spoiler, tú y yo, querido lector andaluz.

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El Gobierno de Sánchez ha propuesto que sea el Estado español quien asuma los costes de esa cooficialidad, pese a lo cual, por séptima vez se lo han echado por atrás los socios europeos. Es decir, lo vamos a pagar todos, incluidos los andaluces, aunque aquí, en Andalucía, el único idioma oficial sea el castellano. Ni euskera, ni catalán, ni gallego. Solo castellano. Pero eso da igual, porque parece que la solidaridad territorial solo es obligatoria en una dirección: de sur a norte.

Y claro, ahí viene la gran mentira que se ha colado sin pudor en el discurso oficial. Porque por mucho que se repita, ni el catalán, ni el vasco, ni el gallego son idiomas oficiales del Estado. No lo son. La Constitución dice, con todas las letras, que el castellano —sí, castellano, no “español”— es la única lengua oficial del Estado. Las otras son lenguas cooficiales en sus respectivas comunidades autónomas, no en el conjunto del Estado. Y, por tanto, no deberían tener estatus oficial ni en el Congreso, ni en el Senado, ni mucho menos en las instituciones europeas. Lo otro es una cortesía política, una performance parlamentaria. Y las cortesías, por definición, no deberían costarnos millones de euros a quienes ni siquiera somos destinatarios de ese supuesto gesto de respeto.

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Porque, a todo esto, ¿quién respeta nuestro modo de hablar? ¿Dónde están las defensas de nuestra manera de hablar? No se respeta ni en nuestra tierra, ni en nuestra televisión pública, donde los presentadores tienen que neutralizar su acento para sonar “correctos”. ¿Y qué es “correcto”? Pues ese castellano “estándar” que no existe en ningún BOE, pero que se impone como si fuera dogma. Eso sí: para el vasco, el gallego y el catalán, todo son caricias institucionales. Qué cosas.

Pero volvamos al meollo: ¿por qué ahora? ¿Por qué esta urgencia súbita por convertir estas lenguas en lenguas oficiales europeas? Muy fácil: porque Pedro Sánchez necesita seguir en la Moncloa. Esto no va de lenguas ni de identidades. Va de votos. Del voto del independentismo catalán, en concreto. Ese voto al que hay que cortejar con símbolos caros y gestos grandilocuentes. Porque lo de gobernar con 121 escaños requiere malabarismos, y este es uno más. Nadie del PSOE —ni Sánchez, ni su equipo, ni sus predecesores— se tomó jamás en serio esta iniciativa. Hasta ahora. Hasta que hacer del catalán una lengua europea se convirtió en moneda de cambio.

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Y, claro, en Bruselas no son tontos. Allí saben perfectamente que abrir la puerta a las lenguas regionales es abrir la caja de Pandora. Porque, ¿qué pasa con el corso en Francia? ¿O con el frisón en Países Bajos? ¿Y el bretón? ¿Y el sardo? ¿Y el occitano? ¿Y el mirandés en Portugal? Si todos los idiomas minoritarios de Europa tienen que ser traducidos, interpretados y rotulados en cada documento oficial, lo que tenemos no es un Parlamento Europeo, sino la Torre de Babel con auriculares.

Pero ojo, que no se me malinterprete. Las lenguas minoritarias deben protegerse, claro que sí. Nadie sensato diría lo contrario. Hay que cuidarlas, fomentarlas, enseñar a los niños a quererlas y mantener viva la memoria lingüística de los pueblos. Pero proteger no es imponer. Fomentar no es exigir cooficialidad supranacional. Y mucho menos hacer que el resto del Estado —el que ni las habla ni las necesita para su vida cotidiana— tenga que financiarlas como si fueran una obligación común.

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Porque mientras nos enredamos en esto, hay prioridades que siguen esperando. Por ejemplo, la financiación de la Ley ELA, esa que se aprobó por unanimidad en el Congreso y que sigue sin recibir ni un euro. Los enfermos de ELA siguen muriendo sin ayudas reales, sin recursos, sin respaldo. Pero oye, sí hay dinero para traducir resoluciones europeas al gallego. Y eso, sinceramente, retrata a un Gobierno más preocupado por mantenerse que por gobernar. Y a un presidente que prefiere hablarle en catalán a Europa que escuchar a los enfermos en castellano.

Lo dicho: proteger sí. Imponer, no. Y pagar, cada uno lo suyo. Porque si aquí no hay ni dinero para que una familia media llegue a fin de mes, que nos vengan ahora con el capricho de que Europa aprenda a decir ongi etorri, benvido o benvinguts, pues mire usted: con mi dinero, no.

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Y menos mientras se sigan burlando de cómo hablamos los andaluces, y que podemos convertir en idioma con solo transcibirlo.