Almería

La ruinosa visita de Isabel II que Almería nunca olvidó

El 20 de octubre de 1862, la ciudad andaluza, en pleno auge minero pero arrastrando siglos de olvido, paralizó su futuro para recibir a la monarca. El presupuesto anual se esfumó en un día de arcos triunfales, caballos de lujo y banquetes a cambio de un manto, promesas vacías y la agridulce certeza de, por un instante, haber figurado en el mapa de España.

Ana Rodríguez | Lunes 20 de octubre de 2025

La mañana del 20 de octubre de 1862 amaneció en Almería con un aire de expectación febril, casi irreal. Anclada en el puerto todavía en obras, una imponente flota de diez buques de guerra de la Armada Real anunciaba un acontecimiento sin parangón en la memoria viva de la ciudad: la primera visita de un monarca español desde que los Reyes Católicos la conquistaran 373 años atrás. A las once en punto, la reina Isabel II, acompañada de su consorte Francisco de Asís y de sus hijos, el futuro rey Alfonso XII y la infanta Isabel, puso pie en tierra. Ocho horas después, al caer la tarde, la comitiva real volvería a embarcar rumbo a Cartagena, dejando tras de sí el eco de los vítores, el esqueleto de una fiesta efímera y una deuda colosal: 100.000 reales, el presupuesto íntegro de un año, se habían desvanecido en un suspiro.

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Una tierra a la espera de un milagro

Para entender la magnitud del sacrificio de Almería, es preciso viajar a la ciudad de mediados del siglo XIX. La Almería de 1862 era un lugar de profundos contrastes. Por un lado, arrastraba la inercia de siglos de abandono. Tras la pérdida de su esplendor andalusí, se había convertido en un enclave fronterizo, aislado y vulnerable a los ataques piratas, una tierra olvidada por la Corona. Sin embargo, el subsuelo de sus sierras, especialmente las de Gádor y Alhamilla, había desatado una fiebre minera. El plomo y la plata brotaban de sus entrañas, atrayendo a inmigrantes, generando nuevas fortunas y haciendo que la población de la provincia se disparase hasta los 300.000 habitantes.

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Una nueva burguesía prosperaba, pero el pueblo llano, la inmensa mayoría, seguía anclado en la precariedad, luchando contra el hambre y sintiendo en carne propia ese secular sentimiento de abandono. Las innovaciones tecnológicas y las mejoras sociales que llegaban a otras provincias parecían detenerse en las puertas de Almería.

En este caldo de cultivo, el anuncio de que Isabel II incluiría la ciudad en su gira por Andalucía y Murcia fue recibido como la promesa de un cambio de era. La visita real no era vista como un mero acto protocolario, sino como la oportunidad de oro para exhibir el potencial de la provincia, captar la atención de la Corte y, sobre todo, conseguir las inversiones en infraestructuras —el ferrocarril, la finalización del puerto, mejoras sanitarias— que se consideraban vitales para consolidar el progreso. La esperanza era que la Reina, al ver la ciudad, la incluyera definitivamente en el mapa de una España en plena, aunque desigual, modernización.

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El precio de un vistazo real

Con la esperanza como motor y el orgullo como combustible, Almería se lanzó a unos preparativos que rozaron el delirio. El dinero, de repente, dejó de ser un obstáculo. El Ayuntamiento y la Diputación no escatimaron en gastos para engalanar la ciudad y ofrecer una imagen de esplendor que ocultara sus carencias.

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Se diseñó un recorrido que la monarca transitaría y se decoraron profusamente las calles por las que pasaría la comitiva. Se levantaron monumentos efímeros, como arcos de triunfo y pabellones ornamentados, construidos para asombrar durante unas horas y ser desmontados después. El dispendio alcanzó tal nivel que, para el carruaje que debía transportar a Su Majestad, la provincia adquirió dos soberbios caballos castaños por la astronómica cifra de 15.000 reales cada uno, una fortuna para la época.

El coste total de esta jornada festiva ascendió a 100.000 reales. Una cifra que, para ser calibrada, debe ser puesta en su dramático contexto: equivalía al presupuesto municipal de un año entero. La sangría de las arcas públicas fue tan severa que tuvo consecuencias inmediatas y tangibles. La más notoria fue la paralización de las obras del nuevo Cementerio de San José, una infraestructura sanitaria crucial que tuvo que esperar a que la ciudad se recuperara financieramente del paso de la reina. Almería, literalmente, hipotecó el descanso de sus muertos para agasajar a su soberana viva.

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Legado simbólico

A las once de la mañana, la familia real desembarcó en un muelle construido especialmente para la ocasión. El itinerario estaba meticulosamente planeado. Tras el recibimiento oficial, la comitiva se dirigió a la Catedral para la celebración de un solemne Te Deum. Posteriormente, visitaron el Santuario de la Virgen del Mar, patrona de la ciudad. Allí, en un gesto de gran calado simbólico, la reina fue nombrada Hermana Mayor y Protectora de la cofradía y donó un valioso manto para la imagen.

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La jornada incluyó una recepción oficial en la sede del Gobierno Político, ubicada entonces en el antiguo convento de Las Claras, donde la monarca pudo departir con las autoridades y la floreciente burguesía local. Hubo banquetes, discursos y una ciudad volcada en las calles. Pero el tiempo corría, y al atardecer, tan solo ocho horas después de su llegada, Isabel II y su séquito se dirigieron de nuevo al puerto y la flota real zarpó, perdiéndose en el horizonte.

El amargo despertar

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Es difícil saber si la reina fue consciente del hercúleo esfuerzo de la ciudad. La gira se enmarcaba en la "política de prestigio" del gobierno de la Unión Liberal, presidido por Leopoldo O'Donnell. En un reinado marcado por la inestabilidad, estos viajes buscaban fortalecer la imagen de la monarquía y cohesionar la nación. Eran, en esencia, actos de propaganda política.

Para Almería, el despertar de la ensoñación fue amargo. Los arcos triunfales se desmontaron, las guirnaldas se marchitaron y la ciudad se encontró sola con su deuda. Las esperadas inversiones nunca llegaron. Ni el ferrocarril aceleró su llegada, ni el puerto recibió un impulso definitivo, ni se anunciaron mejoras sociales. El legado tangible de la visita se redujo a un manto, algunos vestidos y el nombramiento honorífico de la cofradía.

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Paradójicamente, la visita no fue recordada como un fracaso absoluto. En el plano psicológico, supuso una inyección de moral. Como recogía el periódico La Crónica Meridional días después, la visita fue "memorable" porque, tras casi cuatro siglos, un monarca volvía a pisar la ciudad. Almería, aunque fuese por solo ocho horas, había sido el centro del reino. La visita confirmó que existían, que estaban en el mapa. Sin embargo, la dura realidad les enseñó que una cosa es figurar en el mapa y otra, muy distinta, recibir la atención y los recursos que merece el territorio. La fastuosa y ruinosa jornada quedó grabada en la memoria colectiva como la metáfora perfecta de su histórica relación con el poder central: una historia de esperanza desbordada, esfuerzo titánico y, finalmente, la constatación de que los grandes gestos rara vez alimentan el progreso real.

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