Opinión

Memoria contra el desprecio

Rafael M. Martos | Lunes 29 de septiembre de 2025

Hay melodías que, de tan repetidas, se vuelven ruido de fondo. Y el nacionalismo catalán lleva décadas interpretando la misma partitura de agravios contra Andalucía, una sinfonía de desdén que desafina ante la más mínima prueba de hemeroteca y, sobre todo, de realidad. La última nota la ha puesto, cómo no, el Secretario General de Junts per Catalunya, Jordi Turull, al agitar de nuevo el fantasma de las subvenciones pagadas con «el dinero de los catalanes». Una afirmación que no es nueva, ni original, pero que sigue siendo igual de falaz y dolorosa.

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Lo que subyace en este discurso no es un debate técnico, sino una andalufobia persistente, casi medular, que ha servido de argamasa ideológica para construir un relato de victimismo y superioridad. Es una historia de desprecio que, lamentablemente, no es patrimonio exclusivo de un solo partido, sino una corriente de fondo que ha salpicado, con mayor o menor intensidad, a casi todo el espectro del político catalán, no solo al nacionalista porque lo hemos escuchado tanto en el PSOE como en el PP también.

Pero la memoria, especialmente la de los almerienses, es tozuda. Y la historia no se escribe con eslóganes, sino con las maletas de cartón de nuestros abuelos.

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Este relato tiene padres fundadores. Uno de ellos, el expresidente Jordi Pujol, nos radiografió el alma en 1958 con precisión de cirujano supremacista: «El hombre andaluz no es un hecho coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre poco hecho». Pero hubo quien fue incluso más lejos. Heribert Barrera, histórico dirigente de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y primer presidente del Parlament restaurado, no tuvo reparos en revestir el clasismo de racismo explícito, alertando contra la inmigración andaluza y afirmando que «tienen una mentalidad totalmente diferente (...) y una constitución mental, un código genético, diferente».

Sobre estos cimientos ideológicos, las generaciones posteriores construyeron su propio argumentario. Los herederos políticos de Pujol en el espacio convergente, como el expresidente Quim Torra, hablaban en sus escritos de «bestias con forma humana» refiriéndose a los españoles, una categoría en la que, evidentemente, nos incluían. El también expresidente Artur Mas optó por una vía más sutil, la de la mofa cultural, bromeando con que a los niños andaluces «no se les entiende» al hablar. El mismo habla, por cierto, con el que miles de almerienses levantaron las fábricas del cinturón industrial de Barcelona.

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El cliché del andaluz subsidiado y ocioso se convirtió en un recurso infalible. ¿Recuerdan a Josep Antoni Duran i Lleida (Unió) quejándose en 2011 de que mientras los payeses catalanes sufrían, en Andalucía nos gastábamos el PER «para pasar una mañana o toda la jornada en el bar del pueblo»? ¿O al entonces líder de ERC, Joan Puigcercós, lamentando la presión fiscal catalana mientras «en Andalucía no paga impuestos ni Dios»?

Y que nadie piense que esta mirada condescendiente es exclusiva del nacionalismo conservador o de la derecha. La izquierda soberanista también ha aportado su nota a esta desafinada sinfonía. Sonada fue la campaña de un representante de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV) en Tarragona, Lluís Suñé, que difundió un cartel con niños desnutridos bajo el lema «SOS. Extremadura needs you», invitando a apadrinar a un niño extremeño por 1.000 euros al mes. Cambiaban Andalucía por Extremadura, pero el fondo era el mismo: el sur como una carga, un territorio infantilizado e incapaz.

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La ironía es sangrante. El catalanismo político desprecia al andaluz que emigró (porque miles de almerienses arribaron a aquellas tierras y por tanto hablan de ellos, también de otros, y también de ellos), pero olvida que fue esa migración forzosa la que aportó la mano de obra imprescindible para su desarrollo económico. Levantamos su tierra con nuestro sudor para después tener que escuchar que vivíamos de su dinero. Es una pirueta argumental que insulta la inteligencia y la dignidad de dos generaciones.

Pero desmontar el relato es, en realidad, muy sencillo. Solo hay que atender a los datos. No son los territorios los que pagan impuestos, sino las personas. Un ciudadano con altos ingresos en Roquetas de Mar aporta a la caja común del Estado lo mismo que uno con idénticos ingresos en Gerona. La solidaridad es entre ciudadanos, no una batalla entre comunidades autónomas.

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Es más, si hablamos del reparto de fondos, la realidad es que Andalucía, junto a la Comunidad Valenciana, la Región de Murcia y Castilla-La Mancha, es una de las comunidades autónomas peor financiadas por el Estado en términos de población ajustada. Estamos a la cola. ¿Dónde está entonces el privilegio? ¿No es Cataluña a la que el Estado le financia el 50% de la Ley de Dependencia y a Andalucía el 30%? ¿No es Andalucía la que tiene que sostener a más menores inmigrantes porque se los asigna el Estado, mientras a ellos van cero? ¿No son ellos los que saldrán beneficiados en la deuda autonómica per cápita con la condonación, en relación a Andalucía?

Que el gobierno andaluz de Juanma Moreno decida luego, en el ejercicio de su autonomía, bajar impuestos, es una cuestión que debemos debatir y juzgar los andaluces en las urnas. Afecta a nuestros servicios públicos, no a la financiación de Cataluña. Es nuestro problema. Se llama autonomía. Mezclarlo todo es, sencillamente, mala fe.

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Este relato de desprecio, tan transversal como persistente, solo busca un enemigo exterior para cohesionar a los propios. Pero se equivoca de adversario. Los almerienses, los andaluces en general, no somos la caricatura que han pintado. Somos la memoria viva del esfuerzo. Somos los hijos y nietos de quienes, con su trabajo, ayudaron a construir la Cataluña próspera que hoy les permite mirarnos por encima del hombro. Quizás la única deuda histórica que existe es la del respeto que, desde tantos frentes, nunca nos han querido profesar.

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NOTA: ¿Y a mi que todo esto me recuerda al comportamiento de muchos españoles con los inmigrantes extranjeros?