El sentido de mis letras...
Los últimos incendios de este verano han dejado una imagen imborrable : agricultores y vecinos luchando contra las llamas con sus propias manos y maquinaria, arriesgando lo más valioso que tiene una persona : su seguridad, su sustento, e incluso sus propias vidas, y todo para proteger tierras, cosechas y hogares. Esta escena, desgarradora y heroica a partes iguales, no es nueva, ya que la vivimos no hace tanto con la dana en Valencia causando riadas. Cada vez que la naturaleza golpea, surge una misma verdad incontestable : la solidaridad vecinal es el primer y más efectivo muro de contención. Mientras las Administraciones centrales movilizan protocolos y recursos (a menudo lentos frente a la urgencia del desastre) son los ciudadanos quienes actúan sin trabas ni burocracia : agricultores que usan sus tractores para crear cortafuegos, jóvenes que organizan viajes para quitar barro o escombros, ciudadanos que donan lo que pueden para poder contribuir sin esperar órdenes ni reconocimiento. Sí..., esta la esencia de lo rural : una comunidad unida por el territorio. Y aquí surge una pregunta incómoda : ¿por qué sólo nos acordamos de los agricultores y el entorno rural cuando arden nuestros campos o se inundan las casas? Se exige que mantengan vivos los paisajes, que alimenten al país, que preserven las tradiciones, pero se les niega la voz en las decisiones que afectan a sus vidas. Cuando apagan incendios son héroes, pero cuando protestan por precios injustos, por la marginación de los municipios más pequeños, por el estado de las carreteras, por la burocracia que ahoga las explotaciones agrícolas y ganaderas..., se les tacha de «quejicas». Todo ello expone otra grieta del sistema : la desconexión entre las élites urbanas y la realidad rural. Mientras algunos dirigentes ven el territorio como un «mapa de votos» lejano de sus despachos, otros sufren las consecuencias de las decisiones que se toman sobre el suelo que se pisa, el agua que se bebe o el pan que se compra. Nadie mejor que los propios vecinos de un municipio saben lo que el municipio necesita y lo que deja de necesitar, y aquí es donde los alcaldes juegan un papel fundamental al conectar el pueblo con las Administraciones y políticas centrales, o al menos intentarlo, ya que la política partidista, obsesionada con su juego de polarización, no entiende esa lealtad transversal. En las emergencias, así como en el bien común de los pueblos, nadie pregunta si el que tiende la mano vota a izquierda o derecha, lo que importa es que la mano esté ahí. Es triste comprobar cómo una vez pasado el peligro, el compromiso con el mundo se diluye : los titulares desaparecen, las promesas se archivan, y las necesidades de los pueblos vuelven a quedar relegadas a un segundo plano. Sin embargo, quienes viven en estos territorios no tienen el lujo de olvidar : escuelas que cierran, centros de salud saturados, carreteras deshechas... Mientras tanto, las grandes ciudades siguen acaparando inversiones y servicios, perpetuando un desequilibrio que ahonda la despoblación. No se trata sólo de apagar fuegos o repartir ayudas cuando ya es tarde. Se trata de construir un país donde nadie se sienta abandonado por el simple hecho de vivir lejos de la capital, y es ahí donde nace el espíritu de pueblo, una red de compromiso que no necesita discursos para activarse. El lema «el pueblo salva al pueblo» no es un eslogan : es un mandato.