El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, se ha erigido esta semana en el nuevo campeón de la laicidad. O, al menos, eso parece cuando se le atraganta una opinión. La cuestión no es menor ni nueva, pero ha resurgido con la vehemencia de quien se siente descubierto, o molesto, que para el caso es lo mismo.
La espoleta ha sido la Conferencia Episcopal Española (CEE), en concreto su secretario general y portavoz, el obispo auxiliar de Valladolid, Mons. Luis Argüello García, quien al ser preguntado por la actual situación política del Estado, y la crispación generada por las últimas decisiones del Ejecutivo, sugirió opciones constitucionales para ventilar el ambiente: una moción de censura, una cuestión de confianza o, directamente, la convocatoria de elecciones generales para “escuchar a los ciudadanos”.
La reacción del líder del Ejecutivo fue de indignación de baratillo. “Ya pasó el tiempo en el que la jerarquía eclesiástica se dedicaba a opinar y a meterse en política”, vino a decir, añadiendo que España es un Estado aconfesional.
El discurso de Pedro Sánchez sobre el papel de la Iglesia en la política es tan progresista como un reloj de pulsera parado: solo acierta dos veces al día. Cuando un sacerdote o un obispo manifiesta una opinión afín a la línea del Gobierno de coalición, aplaudimos con fervor la libertad de expresión y la diversidad de pensamiento dentro de la Iglesia. En ese momento, la opinión de la jerarquía es una valiosa contribución al debate público. Pero cuando esa misma opinión señala las vías de agua del buque Moncloa, la Iglesia debe regresar a la sacristía y guardar silencio.
Esa es la diferencia entre un progresismo coherente y un progresismo a la carta: la opinión de la Iglesia es bienvenida solo si es aplauso.
Recordemos que la CEE no ha inventado ninguna figura extraña. Argüello ha mencionado herramientas que están en la Constitución Española, el texto fundacional de este Estado. Si hablar de moción de censura o de elecciones es “meterse en política”, entonces cada tertuliano, cada editorial, cada ciudadano de Almería que comenta en la barra de un bar está cometiendo un acto subversivo.
La Iglesia Católica, con su peso social, sus miles de fieles en Almería, en el resto de Andalucía y en toda España, tiene exactamente el mismo derecho que tiene este humilde periodista, o que tiene cualquier asociación de vecinos o plataforma ecologista, a expresar su parecer sobre la salud democrática, o sobre lo que le venga en gana, faltaría más.
Somos miles de personas quienes no profesamos la fe cristiana, y opinamos constantemente sobre las homilías del Papa, sobre las tradiciones de la Semana Santa o la postura de la Iglesia sobre temas morales como el aborto o la eutanasia. ¿Por qué no puede su jeraquía hacer lo mismo?
¿Por qué la Iglesia Católica, o cualquier otra confesión religiosa, no va a tener el derecho recíproco de opinar sobre los vaivenes de la clase política que dirige el Estado? ¿Por qué Sor Lucía Caram sí puede opinar sin que el presidente le recrimine que se mete en asuntos terrenales? ¿Por qué puede hacerlo el padre Ángel entre aplusos de la izquierda? Criticar y opinar sobre lo que dice la Iglesia es un derecho fundamental. También lo es que ella lo haga sobre lo que le parezca oportuno.
La sorpresa, además, es la coartada perfecta de la hipocresía. ¿A quién le extraña que la Iglesia se posicione en contra del aborto, por ejemplo? ¿Acaso esto es nuevo? Está en su doctrina desde hace dos milenios. Criticar su postura inmovlista es legítimo. Criticar que la Iglesia la exprese es un intento de censura.
La verdadera lección aquí no es si Pedro Sánchez tiene razón o no en los asuntos de Estado; la clave es que la libertad de expresión no es un regalo que el Gobierno concede a quien le agrada. Es un derecho fundamental que ampara al Gobierno, a la oposición, al ciudadano, a la Iglesia y cualquier otra confesión, asociación, grupo de amigos...
El Gobierno no debe guiarse por el dictado de la Iglesia, que es algo bien distinto. Pero la Iglesia, como cualquier actor social, tiene todo el derecho del mundo a opinar. Y nosotros, a criticarla. Lo contrario no es aconfesionalidad. Es autoritarismo selectivo disfrazado de modernidad. Y en Almería ya tenemos bastante con el Sol de justicia como para aguantar también los oscurantismos políticos.