Opinión

Y el portero en el portal

Rafael M. Martos | Sábado 20 de diciembre de 2025

Hay una máxima no escrita en el manual del perfecto representante público que dice que no existe evento pequeño si el encuadre es lo suficientemente cerrado. Sin embargo, en la provincia de Almería hemos alcanzado un nivel de perfeccionamiento en el arte del protagonismo que desafía las leyes de la física y, sobre todo, las del sentido común. Es esa pulsión irrefrenable por ser el muerto en el entierro, el cura en la boda y, por supuesto, el Niño Jesús en el portal.

Llega la Navidad y, con ella, la ruta de inauguraciones de belenes municipales. Uno esperaría que el foco estuviera puesto en el trabajo del belenista, en el detalle del musgo o en la perspectiva de las montañas de corcho. Pero no. En cuanto el fotógrafo de cabecera —ese que parece contratado más para el masaje del ego que para el rigor informativo— levanta la cámara, se produce el eclipse. El político no se sitúa a un lado para invitar a la contemplación; se planta justo en medio, con una verticalidad de cemento armado, tapando el Misterio como si le fuera la vida en ello.

A veces, observando la composición de estas imágenes que luego saturan las redes institucionales, uno duda de si está ante una tradición religiosa o ante una barrera de tiro libre. Se colocan delante del nacimiento con tal ahínco que parecen convencidos de que el portal es una portería de fútbol y su misión sagrada es evitar que entre el balón. No dejan ver el pesebre, ni a los pastores, ni la anunciación. Lo que importa es la solapa, la sonrisa ensayada y esa forma de ocupar el espacio que dice: "Aquí el milagro soy yo".

Este afán acaparador no es exclusivo del Adviento, es una patología crónica que sufrimos en esta provincia durante todo el año. Si se inaugura una escultura, el político no la presenta, la custodia. Se sitúan delante de la obra con una propiedad tal que el espectador desprevenido podría pensar que el concejal de turno ha pasado las noches en vela cincelando el mármol o fundiendo el bronce. No son acompañantes del arte; se comportan como si fueran los autores materiales, intelectuales y espirituales de todo lo que se sostiene en pie sobre un pedestal.

El contraste es casi cómico cuando aparece en escena un fotoperiodista. Mientras el fotógrafo de nómina busca la estampa del líder tapándolo todo, el profesional de la información tiene que hacer auténticos malabarismos para encontrar un ángulo donde el objeto inaugurado —el que justifica el gasto de dinero público, por cierto— asome por algún resquicio de la anatomía del cargo electo.

Es esa necesidad de ser la estrella de Oriente, pero una estrella tan densa que no deja pasar la luz hacia lo que realmente importa. Al final, entre tanta pose y tanto afán por figurar, lo único que consiguen es que el patrimonio de los almerienses sea el decorado de su propia campaña perpetua. Porque en su cabeza, el orden de importancia está claro: primero ellos, después ellos y, si sobra un hueco entre el hombro y la oreja, quizás, el Belén.