Opinión

El fracaso (a medias) de una estrategia

Rafael M. Martos | Martes 23 de diciembre de 2025

Pedro Sánchez ha encontrado en el "miedo a la ultraderecha" su particular franquicia de terror, una que le ha servido para mantenerse en la Moncloa pero que, tras el recuento de anoche, empieza a oler a rancio en las sedes socialistas.

El último gran estreno de esta estrategia en la Comunidad Autónoma de Extremadura ha terminado en un "encendido de luces" repentino que ha dejado al socialismo desnudo ante sus propias carencias. El descalabro ha sido de tal calibre que Miguel Ángel Gallardo, el candidato que debía heredar el feudo de Guillermo Fernández Vara, ha tenido que presentar su dimisión tras un hundimiento histórico. El PSOE ha pasado de 28 a 18 escaños, perforando su suelo electoral y perdiendo más de 106.000 votos que se han ido directamente a la abstención o al olvido. Mientras tanto, el partido de Santiago Abascal no solo no ha asustado a los extremeños, sino que ha pasado de 5 a 11 diputados, convirtiéndose en la fuerza que realmente ha rentabilizado el ruido de una campaña cuyo candidato es desconocido y tan dependiente que ni tan siquiera compareció en la noche electoral, dejando el foco el generalísmo a caballo.

En la provincia de Almería, este fenómeno no nos es ajeno. Aquí, donde el sol suele despejar las brumas de la propaganda ministerial, los sondeos que ya circulan —aunque no se publiquen para no herir sensibilidades— apuntan a una realidad que debería quitarle el sueño a los estrategas de la calle Ferraz. Según estas proyecciones de cara a unas futuras elecciones en la Comunidad Autónoma de Andalucía, el PSOE corre el riesgo serio de verse superado por Vox, quedando como tercera fuerza política en territorio almeriense. Parece que el ciudadano ha superado la fase de la parálisis por miedo y ha pasado a la fase de la comparación por gestión. El discurso de "que viene el lobo" suena ya tan naíf como las promesas de Yolanda Díaz, cuya plataforma Sumar mantiene ministerios en el Estado pero carece de presencia real fuera de Madrid.

Sin embargo, lo verdaderamente curioso de esta situación es quién acabará pagando la cuenta de este festín de polarización. Todo apunta a que Alberto Núñez Feijóo será el que recoja los platos rotos. Porque, aunque la estrategia de Sánchez fracase en las autonómicas —y prepárense para el próximo capítulo en Aragón este febrero de 2026—, en el ámbito del Estado el juego es otro.

En unas elecciones generales, el ruido que provoca la subida de Vox no moviliza al votante socialista desencantado, pero sí es el pegamento perfecto para el bloque de investidura. El miedo a un gobierno PP-Vox es el único combustible que mantiene unidos a PNV, EH Bildu, ERC, Junts y el BNG, así como a todas las izquierdas estatales. Sánchez sabe que, aunque hunda su marca en provincias como Almería o comunidades como Extremadura, mientras logre que el nacionalismo de derechas e izquierdas se movilice para bloquear a la derecha española, seguirá durmiendo en el colchón de la Moncloa que él mismo (o Begoña antes de su trajín laboral) ordenó mudar.

Al final, nos encontramos ante una simbiosis perversa. El PSOE necesita que la "extrema derecha" suba para justificar su existencia como "muro", y Vox se alimenta del ataque sistemático de un presidente que los señala como el único enemigo. En este intercambio de favores, Feijóo corre el riesgo de ganar elecciones pero perder el gobierno, atrapado en una pinza donde el miedo, aunque ya no asuste a la gente corriente, sigue siendo el negocio más rentable de los despachos de Madrid. La gente ya no teme a Vox, al que Sánchez ha ido engordándolo colocándolo como su rival directo; lo que empieza a dar verdadero pavor es este bucle infinito de retroalimentación donde la gestión de la realidad siempre queda en un segundo plano frente al marketing del pánico.