Anabel Lobo | Miércoles 23 de abril de 2014
El número de vidas que se lleva el paso del Estrecho es incontable. Recuerdo que cuando vivía en la Bahía de Algeciras, a un lado el ferry, al otro el mirador del Estrecho, se decía ya, corría entonces el año 1997, que aquel trozo de hermoso mar estaba plagado de improvisadas tumbas de los que anhelaban llegar a territorio español. Tumbas que albergaban y albergan seres de ojos negros llenos de ilusión, muchachos y muchachas, mujeres embarazadas, hombres, niños, todos ellos seres humanos, en los que la ONU por fin ha reparado a raíz del escándalo ceutí, escándalo a voces que sufrimos cada día los que vivimos o hemos vivido cerca de la costa andaluza, sólo aminorado en una ínfima parte por Asociaciones No Gubernamentales que se preocupan por el bienestar del ser humano que llega, y no sólo de la presión migratoria que sufre cada vez con mayor contundencia nuestro país, “Puerta de Europa”.
No es cuestión de poner cuchillas que se claven en la piel de quien intenta penetrar en España a través de una verja. No es cuestión de “devolver en caliente” a nadie, cuando existe una ley que regula otra cosa. No se puede dar la espalda a quien formó parte un día de nuestro propio continente, esos seres humanos de los que según aseguran los geólogos, nos separa tan sólo una falla porque juntos nacimos y crecimos hace unos cuantos años. Es cuestión de regular, aquí y en Marruecos, no de que actúen las fuerzas vivas, para luego arrepentirse de hechos que ya no tienen marcha atrás. Es cuestión de ser de verdad la “Puerta de Europa”, sin avasallar a los que quieren cruzarla. Tal vez alguna vez nos hagan falta sus brazos, puesto que los que estamos aquí seremos en breve una población envejecida, y nuestros inmigrantes se están marchando. Pensemos que quizás en un futuro no tan lejano alguien tendrá que trabajar para pagar nuestras pensiones, y quien sabe si entonces construiremos barcos para traer a inmigrantes subsaharianos.
La primera vez que observé los Montes Atlas desde el Mirador del Estrecho que queda bajando a Tarifa o las playas de Bolonia desde Algeciras, me sorprendió ver lo cerca que parece que está Marruecos. En un día claro parece que esos montes se pueden tocar. Me contaron también que los que quieren cruzar el Estrecho lo hacen de noche y van ciegos, sin ver para no ser vistos, apiñados y sin una sola luz en la carísima barca que les cruza. Después llegan, y es cuando, a los que lo consiguen, se les recibe con rifles, pelotas de goma, o comisarías. Menuda travesía. En un paso de ballenas, en un mar plagado de tiburones en cuyo centro hay una profundidad casi abisal, y sin saber nadar, que la mayoría no ha tenido la fortuna de que nadie “perdiera” su tiempo en enseñarle. Llamarlo miedo sería poco.
Entretanto los valientes europeos, en una batalla perdida y absolutamente desigual les observamos con nuestras patrullas nocturnas, sabemos cuándo y cómo llegan, detectamos vía satélite. Sin embargo, entre las dunas, a veces se puede ver algún recién llegado que lo ha conseguido, y no puedes por menos que desearle suerte. Al menos eso me sucedió a mí, después de una noche de verano sin luna, en la Playa de Bolonia de 1997.