Que yo soy de esas que prefiere el bullicio de la verbena de San Juan al silencio de una biblioteca. Pero, madre mía, hasta los oídos tienen un límite. Si en Tampa —donde pasé dos años estudiando Comunicación entre football games y vecinos que organizaban barbacoas a las 3 a.m.— aprendí algo, es que el ruido es como el gazpacho: en su justa medida, fresquito y llevadero; pero si te pasas, acabas con acidez estomacal. Y ahora, de vuelta en Almería, me pregunto: ¿por qué demonios el "ocio" tiene que sonar a martillo neumático a las tantas de la madrugada?
En Tampa, mi apartamento estaba al lado de un bar de karaoke donde un señor llamado Bob cantaba Sweet Caroline todas las noches. Every. Single. Night. Volví a Almería pensando en paz... y me instalé cerca del Paseo, donde los coches claxonear es deporte nacional y las terrazas de la Plaza Vieja compiten por cuál pone más alto a Rosalía. Hasta mi abuela, que vive en el Almedina (zona top de jubilados con macetas), me suelta: "Niña, aquí hasta los gatos maúllan en decibelios altos".
Pero la gota que colmó el vaso fue cuando mi amigo Paco —el de los churros en El Zapillo— me contó que tuvo que cerrar su puesto una semana porque los vecinos de enfrente denunciaron "el ruido de la máquina de chocolate". ¿En serio? ¿El sonido de la churrería más antigua de Almería molesta más que las motos tuneadas de la Avenida Federico García Lorca?
Ahora hay una movida vecinal para bajar el volumen de la ciudad. No a cero, ojo, que esto no es un monasterio cartujo, sino a un nivel donde puedas dormir sin soñar que estás en un concierto de Metallica. En el barrio de Los Ángeles, por ejemplo, han logrado que los bares de copas apaguen las musicas a la 1:30 a.m. Los dueños protestan: "¡Esto es matar la fiesta!". Y yo pienso: ¿desde cuándo la diversión se mide en decibelios?
Hasta en el Cabo de Gata —mi rincón favorito para huir del jaleo— hay bronca. El verano pasado, unos influencers montaron una fiesta con altavoces gigantes en la playa de Mónsul. Los pescadores de La Isleta les echaron con redes y miradas asesinas. "Aquí el único ruido permitido es el de las olas", me dijo un abuelo mientras arreglaba su barca. Amen.
Mi prima Lola, que vive en Roquetas y es profesora de yoga, propone "horarios de silencio" como en las bibliotecas: de 22:00 a 8:00, solo susurros y respiraciones profundas. Suena utópico, pero ¿tan loco es? En Tampa, por ejemplo, hay multas de 500 dólares por ruido después de las 23:00. Claro, allí la policía llega en coches que parecen tanques. Aquí, si llamas al 092, te dicen: "A ver, llame usted otra vez cuando dejen de cantar los del karaoke".
Y hablando de ideas locas: ¿por qué no aprovechar el talento almeriense para inventar algo útil? Como esos invernaderos que nos llenan de tomates. Alguien podría crear "aislamiento acústico con plástico de Nijar". O convertir el ruido en energía, como hacen en Japón. Total, si tenemos sol para dar y vender, ¿por qué no usar el estruendo de las motos para cargar el móvil?
Al final, como me dijo mi abuelo (el de la huerta de Tabernas): "El ruido es como la sal: un poco da sabor, mucho te sube la tensión". No se trata de apagar Almería, sino de encontrar el volumen adecuado. Que las terrazas sigan vibrando, pero sin que el bass te reviente los tímpanos. Que los chavales puedan salir de fiesta, pero sin que mi vecina Manoli —la de la tienda de lanas— tenga que tomar Valium para dormir.
Y si no, siempre nos quedará el desierto de Tabernas. Allí, el único ruido es el viento silbando entre las rocas… y algún que otro turista gritando: "¡Que esto es el Lejano Oeste, no el Salvaje Este!".
PD: Por si acaso, he comprado tapones en forma de mini cactus. Estilo almeriense, que no falte.