A veces hay que mirar al oeste para entender lo que pasa en el sur. En apenas una semana, Extremadura se convierte en el laboratorio de ensayos del Estado español, y aunque el Guadiana aparezca y desaparezca, lo que está en juego es mucho más visible y, permítanme el eufemismo, aromático. Los almerienses harían bien en no perder de vista este sainete, porque los vientos políticos que soplan en Mérida suelen acabar moviendo las palmeras del Paseo de Almería... en caso de que hubiese palmeras en el Paseo de Almería.
La cita con las urnas extremeñas no es solo una elección autonómica; es un plebiscito sobre la supervivencia política entendida como una carrera de obstáculos judiciales. El Partido Socialista en Extremadura no se presenta para gobernar, se presenta para protegerse. El candidato y líder del PSOE extremeño, Miguel Ángel Gallardo, parece haber descubierto que el mejor abogado defensor es un escaño. Con la sombra de la imputación sobre su cabeza, relacionada con ese fascinante caso del "hermanísimo" —David Sánchez, el músico con despacho en la Diputación de Badajoz, aunque no sabía ni donde estaba—, la campaña socialista huele menos a rosas y más a estrategia procesal.
Resulta enternecedor, si no fuera dramático, ver cómo se busca el aforamiento con la ansiedad del que busca un oasis en el desierto de Tabernas. Gallardo, a quien los tribunales ya le señalaron que su anterior blindaje rozaba el fraude de ley, necesita el acta de diputado como el respirar. No estamos ante una fiesta de la democracia, sino ante una carrera por la inmunidad. Es el "sanchismo" en su versión más pura: la resistencia numantina no por ideología, sino por necesidad penal. Si el PSOE aguanta el tipo, Sánchez venderá resiliencia; si se hunde, dirán que Extremadura siempre fue complicada. Pero el dato es el que es: las urnas convertidas en burladero, y desde la perspectiva andaluza, y con el escándalo judicial de la SEPI de fondo, María Jesús Montero igual está echando cuentas.
En la otra orilla, el Partido Popular de María Guardiola busca algo que en la calle Génova cotiza al alza: un "momento Juanma". Guardiola aspira a una mayoría suficiente, quizás absoluta, que mande a Vox al rincón de pensar. Los de Abascal, que andan muy subidos, podrían llevarse un baño de realidad. Y falta les hace. La estrategia de la derecha pasa por demostrar que no hace falta el estridencia ni el miedo que generan pactos como el de la Comunidad Valenciana. Guardiola quiere ser referente sin muletas verdes, y si lo consigue, el PP habrá encontrado el antídoto al chantaje de los extremos.
Y aquí es donde entra Andalucía. Juanma Moreno, desde el Palacio de San Telmo, observa con prismáticos. El presidente de la Junta sabe que su mayoría absoluta es un transatlántico potente, pero que no es insumergible. Los recientes patinazos en la gestión sanitaria, con la polémica del cribado de cáncer de mama y la derivación a la privada, han abierto grietas en su blindaje de "gestor infalible". A eso sumen el "Caso Mascarillas" en Almería, ese golpe feo y doloroso que ha salpicado a la administración provincial.
Moreno necesita que Guardiola triunfe. Necesita validar que el modelo andaluz —esa "vía moderada" que vende calma frente al ruido— es exportable y ganador. Una victoria contundente del PP en Extremadura sería un bálsamo para las heridas andaluzas y le daría a Moreno el margen de tiempo necesario para que el electorado olvide los tropiezos y los escándalos antes de que tengamos que volver a votar aquí.
Dentro de una semana sabremos si el aforamiento es un motor electoral suficiente para el PSOE y si el PP puede gobernar sin tener que mirar de reojo a Vox. Todo esto ocurre lejos, sí, pero el resultado definirá el manual de instrucciones de la política en el Estado para los próximos meses. Y créanme, en Almería vamos a notar los efectos.
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