Que se me entienda bien desde el principio: cuando digo que el ejército español parece tener un problema con la paz, no me refiero a que nuestros militares añoren el conflicto, ni mucho menos. Me refiero a que son nuestros políticos, y quizá parte de la sociedad (algunos de los que se escaquearon de la "mili" y ahora sacan pecho como si les colgaran los galones), quienes parecen no saber muy bien qué hacer con las Fuerzas Armadas cuando no hay una guerra que librar o una misión de alto riesgo internacional que cumplir.
Y es que, no nos engañemos, el Ejército no es una ONG. Es más, probablemente sea la antítesis de una organización no gubernamental; es, quizá, la entidad más intrínsecamente gubernamental que uno pueda concebir. Sin embargo, en cuanto asoma un periodo de relativa calma, nos encontramos con una curiosa tendencia a emplear a nuestros soldados en tareas que, si bien loables, se alejan bastante de su cometido principal.
Los vemos apagando incendios forestales, achicando agua en inundaciones, rescatando a conductores atrapados por la nieve o asistiendo en catástrofes naturales. No digo yo que esté mal prestar esa ayuda; faltaría más. Pero recuerdo perfectamente las conversaciones que mantenía con ellos durante mi etapa dirigiendo El Telegrama de Melilla. El contacto con militares era constante, y más de uno me confesaba, en voz baja, su frustración. "No somos una ONG", me decían, a veces refiriéndose a ciertas misiones en el extranjero, pero el sentimiento era extrapolable. Se sentían infrautilizados, desviados de la preparación para la que habían dedicado años: la defensa.
Pero la cosa no queda ahí. La "paz" también trae consigo otro fenómeno sorprendente: la conversión del militar en una suerte de elemento decorativo, casi folclórico. No deja de asombrarme la relevancia que se le otorga a su presencia en procesiones religiosas, como si su desfile marcial, portando un paso o acompañando una imagen, fuera un espectáculo equiparable a la llegada del circo a la ciudad con los malabaristas y forzudos abriendo el paseo. Y no, no son el circo, no son un espectáculo. Son militares, profesionales entrenados para la defensa del territorio, del Estado y de sus intereses más allá de nuestras fronteras.
Parece que a algunos les divierte verlos marchar, erguidos y uniformados, levantando un Cristo o interpretando marchas. Y aquí me permito darle la vuelta a un dicho popular, aplicándolo con ironía a este contexto: "La música militar es a la música, como el periodismo deportivo es al periodismo". Que cada cual saque sus conclusiones.
Hemos visto recientemente este debate avivado en Madrid. La presidenta Isabel Díaz Ayuso convertía en motivo de "pique" y casi afrenta institucional el hecho de que no hubiera un desfile militar destacado en la celebración del Día de la Comunidad. Insisto: el ejército está para otras cosas. No está para "hacer bonito" en una fiesta local. Y ya que hablamos del Dos de Mayo, conviene recordar que el protagonista de aquella jornada histórica fue el pueblo de Madrid, el pueblo llano que se sublevó... y luego se le sumaron dos capitanes, uno andaluz y otro cántabro, por cierto. Ese debería ser el foco, no si desfila o no una compañía. El pueblo fue el protagonista, y el pueblo no desfila.
Más allá de la anécdota política o la efeméride histórica, el fondo es el mismo: el Ejército no es un adorno. No está pensado para embellecer celebraciones ni para suplir carencias de otros cuerpos en emergencias civiles de forma sistemática. Su razón de ser es la defensa del Estado y sus intereses. Para la seguridad interna, ya tenemos a las distintas policías.
Parece que, en tiempos de paz, nos asalta una incómoda pregunta: ¿y ahora qué hacemos con ellos? Y la respuesta no puede ser, sinceramente, que si no están combatiendo, los tengamos entretenidos en pasacalles y procesiones. Una cosa es el desfile del Día de las Fuerzas Armadas, un acto puntual para mostrar capacidades y acercarse a la ciudadanía, algo razonable y común en muchos países. Otra muy distinta es asumir que su función principal en la calma sea la de figurantes de lujo en eventos populares. Nada más lejano de la realidad y de la dignidad de su profesión.