En el complejo mapa de nuestra administración territorial, las diputaciones provinciales se presentan como una institución, cuanto menos, peculiar. Su origen nos remonta a una España centralizada, donde el poder residía en Madrid y la provincia era la unidad administrativa clave para la organización estatal. Con la llegada de la Constitución de 1978 y la configuración del Estado de las Autonomías –compuesto por municipios, provincias y comunidades autónomas ¡no existen las regiones!–, donde el poder político se distribuye entre el gobierno central, los autonómicos y los ayuntamientos, las diputaciones provinciales parecen a veces un elemento extraño, un vestigio de épocas pasadas pero tan relevante que se concreta en la propia Carta Magna.
Esta "extrañeza" se acentúa si consideramos su naturaleza. Oficialmente, su función es principal es administrativa y de gestión; no legislan, no "hacen política" en el sentido estricto del término. Se encargan de ejecutar programas, prestar servicios (especialmente a los municipios más pequeños) y gestionar infraestructuras. Sin embargo, su composición emana de los resultados electorales municipales, convirtiéndolas en una suerte de pequeños parlamentos provinciales. Esta dualidad, ser eminentemente gestoras pero con una fuerte composición política, las sitúa en un terreno singular.
Lo que se le pide a una diputación, en esencia, es que esté a pie de calle, que conozca de primera mano los problemas y necesidades de su provincia y que sea capaz de ofrecer soluciones eficaces, es decir, esa agilidad que tiene la proximidad de un ayuntamiento, pero también la capacidad que tendría un gobierno autonómico. Y es aquí donde la Diputación de Almería, en mi opinión, ha ofrecido recientemente un ejemplo notable, quizás poco valorado informativamente.
Hace escasamente una semana, su presidente, Javier A. García, presentaba un balance financiero que habla por sí solo: cuando el PP llegó a la presidencia en 2011, la institución arrastraba una deuda de 200 millones de euros. Hoy, esa deuda se ha reducido prácticamente a cero. Este saneamiento económico, logrado sin menoscabar las inversiones necesarias en la provincia, contrasta de forma llamativa con la situación de otras administraciones, como el Gobierno central, donde la prórroga presupuestaria amenaza con convertirse en norma, bloqueando así nuevas inversiones y proyectos. En Almería, mientras se pagaba una deuda heredada considerable –no entraremos aquí en los motivos que la generaron, aunque todos recordamos los problemas políticos que afectaron a la institución antes de la llegada del Partido Popular a su presidencia, quién estaba y cómo han acabado algunos–, las inversiones se han mantenido e incluso potenciado.
En este tiempo, hemos sido testigos del impulso a marcas que son ya un referente. "Costa de Almería", la marca turística provincial, logró antes de la pandemia multiplicar de modo exponencial el número de turistas que llegaban a través del aeropuerto. Por otro lado, "Sabores Almería" se ha consolidado como un sello gourmet de prestigio, permitiendo que pequeñas empresas de la provincia proyecten sus productos mucho más allá de nuestras fronteras.
En el ámbito cultural, la puesta en funcionamiento del Museo del Realismo Español Contemporáneo (MUREC) ha dotado a Almería de un espacio cultural de primer orden, ya convertido en clave para la provincia. A ello se suma la importante labor de recuperación patrimonial, como la que se está llevando a cabo en el Cortijo del Fraile.
Un logro que merece mención especial es la transformación del festival de cortometrajes de Almería, hoy FICAL (Festival Internacional de Cine de Almería). Lo que comenzó como una iniciativa modesta ha evolucionado hasta convertirse en un certamen de prestigio internacional, atrayendo a figuras reconocidas del séptimo arte y consolidándose en el calendario cinematográfico global.
Pero más allá de estos grandes hitos, es fundamental destacar esa labor constante, a veces silenciosa, que se desarrolla en los 103 municipios de la provincia, especialmente en los más pequeños, que son, en definitiva, la principal razón de ser de la Diputación. Hay que seguir sus plenos para conocer el listado de inversiones que se realizan, hay que escuchar a alcaldes y alcaldesas valorar los servicios que se les prestan, como cuando se les hacen proyectos urbanísticos a coste cero, o cuando se llevan actividades culturales que no podrían pagar con sus propios fondos.
En toda esta gestión eficaz, la figura del presidente, Javier A. García, ha jugado un papel crucial. A él también lo tocó lidiar con el COVID y no lo va recalcando a diario como hace algún otro cargo público que todos tenemos en mente. Su conocimiento de la provincia, se une a algo que también se le nota, y es la ambición por Almería.
Si bien las diputaciones pueden ser vistas como instituciones con un encaje particular en nuestro sistema actual, el ejemplo de la Diputación de Almería demuestra que, con una gestión rigurosa y un compromiso real con el territorio, pueden ser herramientas extraordinariamente útiles y eficientes. Un caso de cómo una aparente "rareza" administrativa puede convertirse en un motor de desarrollo y bienestar para su provincia, demostrando que la eficacia en la gestión pública es posible y deseable, más allá del color político o la estructura administrativa.