Si algo ha quedado claro en el pleno de este miércoles en el Congreso es que Pedro Sánchez ha asumido —porque así lo ha querido— el papel de capitán del barco. De ese barco que hace aguas por todas partes. No importa si los camarotes se inundan, si la sala de máquinas se tambalea, si los pasajeros se amotinan o si parte de la tripulación ha sido arrojada por la borda. El presidente no se mueve. Se aferra al timón como si esa imagen fuera su última resistencia, su único gesto de liderazgo. Se mantiene firme, desafiante, incluso satisfecho.
Pero, cuidado. No hablamos del capitán heroico que se hunde con el barco mientras salva a los suyos. Aquí el guion es otro: Pedro Sánchez no está dispuesto a hundirse por nadie. Lo que haga falta, que se hunda, menos él.
Lo hemos visto a lo largo de todo el pleno. Lo hemos visto con los casos de corrupción que lo rodean: Koldo, Ábalos, Cerdán, Salazar, las acusaciones contra su esposa, el empleo de su hermano, el silencio sobre la Fiscalía ¿de quién depende? o los recados a Felipe González. Lo hemos visto en su forma de afrontar las críticas de la oposición. Y, sobre todo, lo hemos visto en su relación con sus socios, que una vez más, han confirmado que están dispuestos a sostenerle... pero no a acompañarle.
El pleno que no era una moción... pero lo parecía
Este pleno no era ni una moción de censura ni una cuestión de confianza, pero funcionó como ambas. Y ese fue precisamente el problema. Porque sin tener que arriesgar nada, Pedro Sánchez ha vuelto a salir reforzado.
Y aquí conviene hacer una precisión clave: no es Vox quien tenía razón. Es el Partido Popular. Porque el PP ha rechazado presentar una moción de censura alegando que sólo serviría para darle oxígeno al presidente, para que sus socios volvieran a levantar la mano y para que Sánchez pudiera volver a exhibir su mayoría, aunque sea una mayoría de retales. Y eso es exactamente lo que ha pasado.
Si este pleno hubiera sido una moción formal, el Partido Popular la habría perdido, y Pedro Sánchez habría salido aún más crecido. Sin haberla sido, ya ha logrado el efecto que buscaba: demostrar que, por muy criticado que esté, nadie tiene intención de hacerle caer.
Tres actos, una misma escena
La intervención del presidente se dividió en tres. Como un pequeño drama político:
-
La primera intervención fue extrañamente comedida. Sánchez habló poco —unos 40 minutos, inusualmente breve para su estándar habitual de hora y media larga— y con un tono casi de autodefensa: pausado, justificativo, midiendo cada frase. Era el discurso de alguien que intuía que venía una tormenta y que no sabía si seguiría teniendo a su tripulación cuando amainara.
-
Pero entonces llegaron los grupos parlamentarios. Críticas encendidas, indignación impostada, malestar... pero al final, ninguno de sus socios le retiró el apoyo. ERC, Junts, Bildu, PNV y Sumar volvieron a tragar. Otra vez. Otra más. Y Sánchez se dio cuenta. En su segunda intervención ya no era el mismo: se creció, sonrió, endureció el gesto. Volvía a sentirse respaldado.
-
Y cuando intervino por tercera vez, ya era directamente el capitán vanidoso del barco sin rumbo. La autosatisfacción era evidente. El tono triunfal. La sensación de impunidad, total. Porque ya sabía que, una vez más, había ganado sin jugar.
Gobernar sin gobernar, resistir sin rendir cuentas
Sánchez no puede aprobar unos presupuestos. No puede sacar adelante leyes clave. No consigue una mayoría estable para hacer política. Y sin embargo, ninguno de sus socios quiere que caiga. ¿Por qué? Porque, aunque no puedan gobernar con él, prefieren sostener a un presidente moribundo antes que enfrentarse al abismo de unas nuevas elecciones.
Y él lo sabe. Y juega con ello.
Por eso tira por la borda a quien haga falta: a Koldo, a Cerdán, a Ábalos. Hace cambios internos en el partido y en el Gobierno sin explicar nada. Y no lo hace por convicción, ni por ética, ni por regeneración. Lo hace porque necesita seguir flotando. Porque él no se va a hundir, aunque tenga que dejar un reguero de cadáveres políticos a su paso.
Las medidas anticorrupción: otra cortina de humo
Sánchez llegó al Congreso con una batería de 15 medidas anticorrupción, que presentó como el gran eje ético de su Gobierno. Se escudó en el aval de la OCDE, habló de inteligencia artificial, de agencias públicas, de códigos de conducta…
Pero cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que no hace falta tanta retórica para luchar contra la corrupción. Hace falta algo más sencillo y eficaz:
-
Dejar trabajar a la UCO sin presiones.
-
Garantizar la independencia de jueces y fiscales.
-
No proteger al corrupto ni perseguir al medio que lo denuncia.
Todo lo demás es papel mojado. Y todos lo saben. Pero en el Congreso se finge. Se finge que se hace política. Se finge que hay control. Se finge que hay consecuencias.
Y al final, la clave: ¿por qué nadie da un paso?
Ni moción de censura ni moción de confianza. Ni unos para tumbarle, ni él para pedir legitimarse. ¿Por qué?
Porque todos saben lo que pasaría si Pedro Sánchez se atreviera a pedir una cuestión de confianza: sus socios se verían obligados a retratarse, a votar a favor de él con la mano bien alta. No con palabras tibias, no con apoyos pasivos. Con voto firme. Y eso no están dispuestos a hacerlo.
Prefieren mantenerlo a flote desde la sombra. Sostenerle sin tocarlo. Criticarle sin moverle la silla. Indignarse... sin consecuencias.
Epílogo: El capitán del naufragio
Pedro Sánchez no quiere salvar a la tripulación. Quiere sobrevivir al naufragio. Aunque tenga que hacerlo solo. Aunque el barco quede vacío. Aunque el PSOE termine irreconocible. Aunque la democracia se oxide por el camino. Aunque haya que seguir tirando por la borda a quien convenga.
Hoy ha vuelto a hacerlo. Hoy ha vuelto a ganar tiempo.
Hoy, Pedro Sánchez sigue flotando aplicando el average.