Pedro Sánchez ha descubierto la piedra filosofal de la política moderna, esa alquimia verbal que convierte el plomo de la incompetencia en el oro de la retórica. Su última gran frase, pronunciada con esa solemnidad de mármol que gasta en las ocasiones graves, es que «asume toda la responsabilidad en primera persona» sobre lo ocurrido con Francisco Salazar, alias Paco. Para quien ande despistado entre polvorones y anís, y no siga el culebrón de Ferraz, Salazar es —o era— el Secretario de Investigación y Análisis de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE, y hasta hace un cuarto de hora, el hombre señalado para suceder al navarro Santos Cerdán. El problema es que el currículum de Salazar se ha visto enriquecido recientemente, no por méritos académicos, sino por denuncias de compañeras que señalan comportamientos soeces y actitudes machistas.
Aquí es donde entra el legendario «ojo clínico» del presidente del Gobierno. Si uno se detiene a analizar el historial de recursos humanos de Sánchez, empieza a pensar que el organigrama del Estado se decide tirando dados en una taberna a las tres de la mañana tras salir de la sauna de turno. Primero eligió a José Luis Ábalos, su escudero fiel, que ha terminado protagonizando una trama —la del caso Koldo— que ríase usted de las series de plataformas. Luego apostó por Santos Cerdán como nuevo Secretario de Organización, que anda haciendo equilibrios sobre el alambre. Y el recambio natural, la mente preclara que iba a oxigenar el partido, resulta ser este Paco Salazar, del que ahora sabemos que su trato con las mujeres dista mucho de la ejemplaridad feminista que tanto se pregona en los mítines.
Sánchez, en un alarde de sinceridad calculada, dice que asume la culpa de no haber atendido esas demandas o denuncias previas. Y uno, desde esta esquina del mapa que es la provincia de Almería, donde al pan se le llama pan y al vino vino, se pregunta: ¿En qué consiste exactamente esa asunción de responsabilidades?
En un partido tan hiperliderado y personalista como el actual PSOE, donde no se mueve una hoja sin que sople el viento de Moncloa, es obvio que el Secretario General es responsable de lo bueno y de lo malo. Pero la responsabilidad política, tal y como la entendemos los mortales que pagamos impuestos y multas, implica consecuencias. Si un entrenador de fútbol —y aquí en Almería sabemos bien lo que es sufrir en la grada— encadena goleada tras goleada, el equipo no juega a nada y el vestuario es un polvorín, y sale a rueda de prensa diciendo «asumo la responsabilidad», el siguiente paso lógico, casi físico, es la destitución. Si el director de la Orquesta Ciudad de Almería no logra que los músicos toquen la misma partitura y el concierto es una jaula de grillos, asumir la responsabilidad significa dejar la batuta y marcharse a casa.
Sin embargo, en la lógica sanchista, asumir la responsabilidad es un acto performativo que se agota en sí mismo. Es un truco de ilusionismo. Al pronunciar las palabras mágicas, el problema no se resuelve, pero el líder queda purificado. No hay dimisiones, no hay cambios estructurales drásticos, no hay un «me voy porque he fallado al poner a un presunto acosador en la cúspide del poder». No. Aquí asumir la responsabilidad se ha convertido en una medalla más en la solapa, un gesto que paradójicamente le otorga puntos de mártir incomprendido.
La realidad es más cruda. Si usted fue quien organizó el equipo, si usted puso a Salazar donde estaba, y si usted ignoró las señales de alarma cuando llegaron, la responsabilidad no se «asume» con un titular; se paga con el cargo. Lo demás es marear la perdiz. Porque si la asunción de culpa no conlleva penitencia, entonces no es responsabilidad, es impunidad vestida de seda. Y de eso, lamentablemente, en el Estado español vamos sobrados, mientras seguimos esperando que las palabras vuelvan a significar algo.