Hoy es 24 de diciembre. Mientras media provincia se pelea por el último kilo de gamba roja en el Mercado Central o apura las compras entre palés de losas del Paseo de Almería, yo me he dedicado a un deporte de riesgo mucho más frustrante: buscar una estrella. No una cualquiera, sino la de toda la vida. La de Belén. Esa que, según el relato que ha vertebrado la cultura tradicional durante los últimos siglos, guio a unos señores que, dicho sea de paso, ni eran tres, ni eran reyes, ni aparecen con tales galones en las escrituras originales de Mateo, ni se llamaban Melchor, Gaspar ni Baltasar. Pero esa es otra historia de marketing histórico.
El caso es que, en mi periplo por bazares chinos y grandes superficies de esta esquina del sureste, he encontrado de todo. He visto renos de plástico con estética de película de terror de serie B, elfos con sobredosis de purpurina y suficientes bolas de colores como para cubrir la superficie entera de los invernaderos de El Ejido. Pero, ¿la estrella fugaz? Ni rastro. Parece que en el proceso de minimalización de la Navidad, lo primero que hemos decidido tirar por la borda es, precisamente, lo que servía de guía.
Hubo un tiempo en que en Almería no nos andábamos con chiquitas. Pasamos del Nacimiento básico —el Misterio con la mula y el buey, que por cierto el Papa Benedicto XVI ya intentó jubilar en su día sin éxito popular— a la fiebre del belenismo más megalómano. De repente, poner el portal en el salón se convirtió en un proyecto de urbanismo a escala. Aquello ya no era una aldea de Judea; era una urbe cosmopolita con más servicios que muchos pueblos del interior de nuestra provincia.
Metíamos de todo: el panadero, el romano, el pescador (en un río hecho con papel de plata que siempre terminaba arrugado) y, por supuesto, la matanza del cerdo. Nos daba igual que en la época y el lugar de Jesús el cerdo fuera un tabú alimentario más grande que un bache en la carretera de El Cañarete. Queríamos realismo costumbrista, aunque fuera anacrónico. Era una explosión de vida, un caos de musgo seco y figuritas de barro que ocupaba media mesa del comedor.
Pero entonces llegó la modernidad y su tijera estética. De aquel despliegue barroco y ruidoso hemos pasado a la nada más absoluta. Ahora lo moderno es la síntesis extrema: tres velas de distintos tamaños. Una grande (José), una mediana (María) y una pequeña (el Niño), todo bajo un arco de metal que parece el diseño de una parada de autobús de la capital. Es la Navidad para gente que no tiene tiempo ni para desempolvar el espumillón. Una Navidad estéril, tan limpia que da frío.
Y el árbol no se ha librado. Esa tradición que importamos del norte de Europa porque los protestantes, en su austeridad iconoclasta, preferían las luces sobre el verde a las figuras de escayola, ha terminado degenerando en el cono. Fíjense en la iluminación que ha desplegado este año los ayuntamientos. Ya casi no vemos árboles que finjan serlo; vemos estructuras geométricas, conos de luz que parecen señalizaciones de obras públicas con ínfulas artísticas. El cono es el triunfo de la abstracción sobre el sentimiento. Es eficiente, es fácil de montar y, sobre todo, no suelta agujas. Es la metáfora perfecta de nuestra época: brilla mucho, pero no tiene alma.
Es curioso que, en este empeño por simplificarlo todo hasta dejarlo en el esqueleto, hayamos perdido la estrella. He encontrado colgantes con forma de calcetín, de Papá Noel (ese santo turco que la publicidad de Coca-Cola terminó de rediseñar) y de cajas de regalo vacías. Pero la estrella de Belén ha desaparecido del inventario. Quizás es que ya no necesitamos que nadie nos guíe a ningún sitio, nos basta con seguir el rastro de la última oferta de Amazon o el GPS hacia la cena de empresa.
Esta noche, cuando se sienten a la mesa, miren a su alrededor. Entre tanto minimalismo de diseño y tanto cono LED, quizás echen de menos aquel caos de figuritas mal pintadas y aquella estrella de plástico con purpurina que siempre se caía del árbol. Al final, lo que estamos perdiendo no es solo una estética, sino la capacidad de celebrar algo que no sea estrictamente comercial y aséptico.
Feliz Nochebuena a todos, incluso a los que han sustituido el misterio por una vela de Ikea.