El silencio, a veces, es el grito más fuerte. Y el que nos ha dejado Robe Iniesta, el extremeño que destripó la métrica y la lírica del rock en el
Estado español, es ensordecedor. Ya confirmamos el dato riguroso: la fatal
trombosis pulmonar ha borrado el trazo esquelético que, en vida, se movía sobre el escenario envuelto en su eterna falda larga. Pero el músico se va; el poeta se queda, anclado en la memoria colectiva.
Toca hablar de ese verso etéreo, duro y dulce, que era capaz de convocar en un mismo recinto a tres generaciones distintas.
El último concierto que dimos cita con él en Almería capital —que, si la memoria no nos falla fue en verano, bajo la Luna que buscamos con él en Ágila— fue un fenómeno sociológico digno de estudio. Allí no había tribus separadas.
Recuerdo perfectamente la estampa: personas cuya edad rondaría los 65 años, con esa serenidad que da el tiempo pero alterada por el temblor del suelo, codeándose con chavalillos de 17 o 18 años puño en alto. Todos, sin distinción, gritando hasta desgañitarse los himnos del alma mater de Extremoduro y las nuevas texturas de su etapa en solitario. Robe lograba esa comunión que es tan habitual en la familia roquera. Era el nexo entre el Barricada de los 80 —también se nos fue Boni... ¡Drogas... cuidate, joder!— y las nuevas corrientes, una prueba viva de que su sentimentalidad rockera era atemporal.
¿Cómo podía un músico que se definía por el tono bronco y la aspereza de sus letras alcanzar esa transversalidad? Por su prodigiosa capacidad para el verso, esa alquimia entre la crudeza y la ternura. Era capaz de usar las palabras más borderline para luego soltar una frase que te desarma por su belleza inusual.
Así, Kutxi Romero escribe que "la ciencia llegó de Plasencia y de Carabanchel", una gran verdad personificada en Robe y Rosendo.
En sus discos más recientes, Robe había alcanzado una madurez lírica que, para muchos, es su pináculo creativo. Seguía siendo el rockero de siempre, pero el grito se había hecho más melancólico, más reflexivo. Sus letras, aun conservando la garra, se habían vuelto complejas, casi crípticas. Pero también a veces se cansaba y decía que "solo quiero hacerte bailar, bailar, bailar, como una puta loca" sin filosofías baratas ni caras, solo el placer de hacer música, juntar palabras, y ver disfrutarlo.
Esa capacidad de crear universos en tan solo cuatro palabras y cuatro acordes se hacía evidente en composiciones como las de su álbum Mayéutica. Cuando cantaba, por ejemplo, en su proyecto en solitario:
“Ojalá me muera de repente, ahora
Fruto de esta alegre sobredosis
Que me da al tenerte justo en frente ahora
Y ya no necesito nada más”
O ese verso brutal de El hombre pájaro, que es casi un epitafio involuntario a su filosofía vital y creativa:
“Y me he mirado en el espejo
Y no estaba allí mi reflejo
He debido de desaparecer”
Era eso: un hombre que no se callaba los Destrozares, pero que sabía envolver la protesta y el desgarro existencial en una armonía inesperada. Su poesía, de lija y terciopelo (diría Kutxi), era la que te hacía corear la desesperación con una sonrisa. Esa sentimentalidad no venía de la cursilería, sino de la verdad descarnada de quien te da la bienvenida al temporaly escuchar...
Las palabras de amor de mi garganta
Los brazos, la mente; y repartíos
Que solo os enseñaron el odio y la avaricia
Yo quiero que todos, como hermanos
Repartamos amores, lágrimas y sonrisas
La luz se apaga pero el mundo sigue girando con su música. El poeta esquelético y de falda larga se ha ido, pero sus versos tienen la inmortalidad del buen arte, y quizá, quién sabe, el Diablo no lo deja entrar como en Pedrá, porque le ha cogido miedo. Y aquí, en la provincia de Almería, podemos decir que vimos danzar y rugir por última vez a Jesucristo García. Y fue, como siempre, apasionante.