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Damos asco
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Damos asco

Por Rafael M. Martos
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lunes 20 de octubre de 2025, 06:00h
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He dejado de creer
En la puta humanidad
Creo que lo mejor será una guerra nuclear

(Robe)

Existe una tendencia humana a mirar a lo lejos para confirmar la magnitud de la catástrofe moral. Vemos el genocidio en Gaza, la crueldad metódica del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y la cínica indiferencia de la mayoría de la Comunidad Internacional, incapaz de detener el exterminio. Es fácil sentir la náusea global, el repudio ante un drama que nos llega filtrado y amortiguado por las pantallas.

Pero la repugnancia más profunda, esa que debería revolvernos las tripas y negarnos el sueño, no requiere billete de avión ni pasaporte. No hace falta mirar a otros países, porque el asco más visceral anida en nuestra propia sociedad, en esa España donde convivimos como ciudadanos. Y lo que está ocurriendo a nuestro lado, sin que apenas pestañeemos, es un abismo de crueldad y desolación.

En estos últimos días, los titulares han configurado un mosaico de lo abyecto. Comencemos por la soledad convertida en descomposición. En Valencia, el caso de Antonio, un jubilado divorciado, se ha convertido en el símbolo de la indiferencia moderna. Antonio llevaba aproximadamente quince años muerto en su piso, en pleno centro de la ciudad, y nadie se percató de su ausencia. El hallazgo de su cadáver, reducido a restos óseos, se produjo por casualidad, a raíz de una inundación en el edificio tras la DANA, lo que obligó a los bomberos a entrar en la vivienda. ¿Qué clase de sociedad es esta en la que una persona puede desvanecerse durante tres lustros sin que ni sus vecinos, ni su exmujer, ni sus dos hijos —con los que no mantenía relación— se alarmen lo más mínimo? Es el triunfo de la desvinculación, donde la vida se paga al contado y la muerte se archiva en silencio.

La desolación se extiende a la infancia. En Sevilla, el suicidio de Sandra, la adolescente de 14 años alumna del colegio privado Las Irlandesas Loreto, ha puesto un foco doloroso sobre el acoso escolar y la inacción institucional. Como ya comenté ayer, Sandra se quitó la vida después de meses de bullying, una situación que la familia había denunciado al centro educativo. Sin embargo, el protocolo antiacoso de la Junta de Andalucía brilló por su ausencia. La Fiscalía de Menores ya investiga el caso, pero ¿qué hay en la mente de esos acosadores, y qué hay en la gestión de esa dirección escolar, que les permite dinamitar la vida de una menor por pura desidia o cobardía?

A estas tragedias se suma la barbarie sexual y familiar. Nos sobrecogió, también la semana pasada, la detención de tres hombres en Madrid por la agresión sexual continuada a una niña de ocho años, uno de ellos el propio padre de la menor. La complicidad del entorno más íntimo en un crimen de esta naturaleza es la confirmación de que el mal no es una amenaza lejana, sino un virus que infecta el corazón del hogar.

Y la hemeroteca de los últimos diez días, si se rasca un poco, arroja más sombras. Hace solo unos días, se conocía el espeluznante caso de una joven de Lérida, creo recordar de 20 años, víctima de su propio padre, que la violaba y agredía sistemáticamente, llegando a hacerlo en plena calle con absoluta impunidad y ante el hermando de ella, de solo 8 años, según se desprendía de la investigación. Son actos que se cometen por individuos que, en su inmensa mayoría son españoles, lo que supone que cierto partido político no te se compadezca de las víctimas. no tenga nada que decir. Pero créanme, eso es lo de menos, no es objeto de este artículo.

La suma de la soledad de Antonio, el calvario de Sandra y la brutalidad de las agresiones a menores configura un panorama social que no podemos tolerar con un simple encogimiento de hombros. Estamos mirando el fuego lejano en Gaza para no ver la ceniza que se acumula bajo nuestra propia alfombra.

El título del artículo no es una hipérbole; es el resultado de la aritmética de la miseria: cuando la vida de un anciano se olvida durante quince años, cuando una niña se suicida porque la escuela no la protege y cuando un padre viola a su hija con la complicidad de otros, la única conclusión posible es que, como especie, como sociedad y como vecinos, damos asco. Y si esto no nos revuelve las tripas, es que ya estamos muertos por dentro.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería y Coordinador de la Delegación en Almeria de 7V Andalucía

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"