La noticia ha caído sobre Andalucía con el peso de una losa, generando una mezcla inevitable de rabia e impotencia. No es un suceso aislado, sino el eco atronador de una tragedia que se alimenta del silencio y la dejadez social. Una joven de 14 años, Sandra, estudiante de tercero de la ESO en el colegio Irlandesas de Loreto en Sevilla, se ha quitado la vida. Y el motivo, según la propia familia, es el acoso escolar que venía sufriendo, un calvario ante el que, denuncian, "nadie ha hecho nada".
El caso de Sandra, una "niña buena" a la que le gustaba el fútbol y quería ser militar, según relata su tío y portavoz familiar, Isaac Villar, es la prueba más dolorosa de que el bullying ha mutado, y lo ha hecho para peor. Antes, el acoso se ceñía a las horas de clase y al patio; el hogar era un refugio, el fin de semana una tregua. Ahora, con la irrupción de las redes sociales y la mensajería instantánea, la tortura se ha convertido en una condena de veinticuatro horas al día, siete días a la semana. El móvil, esa herramienta de conexión ilimitada, se transforma en la cadena que ata a la víctima a sus verdugos. El miedo ya no termina al cruzar la puerta del centro; la humillación se viraliza, el insulto es una notificación constante que destroza la intimidad y la autoestima a cualquier hora en la provincia de Almería o en cualquier otra parte de España.
Lo que resulta escandaloso, y aquí es donde la rigurosidad de los datos golpea con más fuerza, es la supuesta inacción del colegio. La familia de Sandra había denunciado la situación. Es decir, el centro tenía conocimiento de un riesgo palpable. La Consejería de Desarrollo Educativo y Formación Profesional de la Junta de Andalucía, que dirige Carmen Castillo, ha confirmado que, si bien el colegio Irlandesas de Loreto aplicó "una serie de medidas puntuales" —como el cambio de aula de las presuntas acosadoras—, no activó ni el Protocolo de Actuación ante supuestos de Acoso Escolar ni el de Conductas Autolíticas.
En nuestra Comunidad Autónoma, existe un protocolo de 12 pasos, detallado y minuciosamente diseñado para proteger a la víctima desde el primer indicio de acoso. Este protocolo, que establece la obligación de investigar, asegurar la protección inmediata de la víctima y registrar todas las actuaciones, es un paraguas legal que, al parecer, se quedó cerrado en este caso. El hecho de que la Junta haya trasladado el caso a la Fiscalía de Menores no es solo un acto administrativo, sino el reconocimiento implícito de un posible fallo grave en la cadena de responsabilidades. La Inspección Educativa de la Delegación Territorial en Sevilla, por tanto, tendrá que dilucidar por qué se tomaron "medidas puntuales" en lugar de desplegar el mecanismo completo que exige la ley.
Aquí no se trata solo de señalar a un centro concreto, sino de poner el foco en la inmensa dejadez social que rodea este problema. Los padres y los docentes, los pilares de la autoridad y la educación, se encuentran a menudo sin las herramientas efectivas o la formación necesaria para identificar, intervenir y resolver conflictos tan complejos. Es más, la propia sociedad parece mirar hacia otro lado, anestesiada ante la constante exposición a la crueldad digital y la banalización del sufrimiento.
La niña, que planeaba un viaje a Madrid y un intercambio a York, vio cómo sus planes y su futuro se rompían en mil pedazos por la insidia de unas compañeras y, lo que es peor, por la indiferencia institucionalizada. Casos como este nos recuerdan que la vulnerabilidad de nuestros jóvenes es la misma, la tragedia de Sevilla nos obliga a cuestionar la eficacia real de nuestros protocolos y la suficiencia de los recursos que destinamos a la salud mental y la convivencia escolar en la provincia.
La muerte de Sandra no puede ser un expediente más. Debe ser el aldabonazo definitivo. El Estado español, a través de sus estructuras autonómicas y provinciales, tiene la obligación de garantizar la seguridad de cada menor. Y la sociedad almeriense, como parte de esa comunidad, tiene el deber de romper el silencio. La vida de un niño no vale un protocolo a medias ni una mirada esquiva. Si la familia de Sandra clama que "nadie ha hecho nada", es hora de que todos nos preguntemos si estamos haciendo lo suficiente para que ninguna otra familia en Almería, en Andalucía o en cualquier rincón de España tenga que repetir esa desgarradora denuncia.