Dicen que la historia no se repite, pero rima. Y en España, país de rimas inesperadas y giros argumentales, asistimos estos días a una curiosa modernización de viejas costumbres. Quienes tienen ya una edad y una memoria entrenada en los vericuetos del poder patrio recordarán con escalofrío (o con sorna, según el caso) la figura casi mítica del Motorista de El Pardo.
En aquellos tiempos de caudillo por la gracia de Dios (a los demás, poca gracia le hacía) y ordeno y mando sin fisuras, cuando un ministro, un director general o cualquier cargo público dejaba de ser del agrado del inquilino del Palacio de El Pardo, no había reuniones discretas ni comunicados pactados. No. La noticia llegaba, solemne e inapelable, a lomos de una motocicleta oficial. El motorista, con su uniforme impecable y su aire circunspecto, traía consigo un telegrama. Un simple papel que condensaba el fin de una carrera, el abrupto cambio de destino, el paso del aplauso al ostracismo. Era el "Estás despedido" envuelto en el formalismo autoritario de la época. El telegrama solía ir firmado por "Su Excelencia el Jefe del Estado", y el mero hecho de verlo aparecer ya helaba la sangre.
Aprovecho el inciso que me brinda la memoria histórica para comentar, con esa ironía que a veces duele, que fue precisamente en aquella época cuando se popularizó (e impuso) la expresión "Estado Español". Un término que hoy, caprichos del destino y la evolución ideológica, es rehuido por los herederos políticos de quienes lo acuñaron con fervor y abrazado con entusiasmo por sus más fervientes detractores. Cosas de la vida, supongo, y de cómo las palabras cambian de bando.
Pero volvamos al despido. El motorista del Pardo, un símbolo de poder caprichoso y decisiones unipersonales e inescrutables. ¿Y saben qué? Al leer los extractos de los WhatsApps publicados por El Mundo entre el actual Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y quien fuera su número dos, su ministro, su hombre de confianza, José Luis Ábalos, no he podido evitar esbozar una sonrisa irónica. Porque la forma ha cambiado, sí, pero el fondo..., el fondo parece conservar una esencia inquietantemente familiar.
Adiós al motorista, hola al "ping" del WhatsApp. La modernidad nos arrolla, amigos, y con ella, llegan los despidos 2.0. Pero si atendemos a la conversación filtrada, la frialdad, la brevedad y, sobre todo, la aparente falta de una explicación clara resuenan con ecos lejanos, casi franquistas, salvando las distancias institucionales, claro está.
Pedro Sánchez, a quien Ábalos acompañó en el coche por la España socialista en busca de apoyos para volver a Ferraz (junto a Koldo García, ironías de nuevo), despide a su fiel escudero con un mensaje que, por su concisión, podría ser un haiku existencialista: "Hemos recorrido un largo viaje juntos y este viaje ha terminado. No cuento contigo para la nueva etapa."
Así, sin preámbulos, sin eufemismos elaborados. Un mensaje que destila el "hasta aquí hemos llegado, vete por donde has venido". Y la respuesta de Ábalos, la del hombre que se ve apeado del tren de repente: "Me parece razonable que me dés un motivo que no pongan riesgo mi reputación". La preocupación principal no es tanto el cese, sino la justificación que evite la mancha. Lógico. Nadie quiere irse con la sospecha pegada a la chepa.
Y aquí viene la otra frase lapidaria, la que cierra el círculo de la incomprensión y nos devuelve a la arbitrariedad (aparente, insisto, aparente): "No puedo darte ningún motivo." Así de simple.
"No puedo darte ningún motivo". Piénsenlo. Toda una trayectoria juntos, esas carreteras con los cuatro en el coche de agrupación en agrupación, la lealtad mostrada en los momentos más duros, el ser el "escudero" en la resurrección política... para ser despedido, por WhatsApp, con un "No puedo darte ningún motivo".
La reacción de Ábalos lo dice todo: "Vas a quedar como un killer y eso no te beneficia. La gente va interpretar que tengo algo oscuro". El miedo a la mancha reputacional que surge precisamente de la ausencia de explicación. Un miedo que, seguramente, no era ajeno a aquellos que recibían el telegrama del Motorista del Pardo y se preguntaban qué habrían hecho (o dejado de hacer) para caer en desgracia.
En fin, la forma es radicalmente distinta. De la mística del motorista a la prosa desnuda del WhatsApp. Del papel sellado a la pantalla brillante. Pero el fondo... el fondo, esa sensación de ser prescindible de la noche a la mañana, de que la lealtad no garantiza un final con honores, de que las decisiones del "jefe" son inescrutables y, una vez tomadas, son inapelables... esa sensación, parece un clásico atemporal en la política. El "hasta aquí me has servido, ahora te echo 'a tomar viento' sin explicaciones" parece que, más allá de las épocas y las tecnologías, sigue siendo una opción de gestión de personal en las altas esferas.
El Motorista del Pardo ya no aparca en Moncloa. Ahora el aviso llega con un simple "ping". Pero el escalofrío, el desconcierto y la cruda realidad de ser un peón que ha dejado de ser útil, esa parece que sigue siendo la misma. Modernidad, sí, pero con un regusto a viejo autoritarismo. Ironías de nuestro "Estado Español".