Sobre la tradición socrática y Pitágoras con coleta
martes 03 de febrero de 2015, 07:39h
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Hallábame yo hace unos días, como de costumbre, reflexionando acerca de la relación entre el hombre y el absoluto. Tal vez fue la atmósfera griega que invadía la estancia, la lectura de las peripecias vividas por Vinci, el joven soldado admirador de un anciano matemático, tan hábilmente narradas por Juan Pardo Vidal en su ‘Arquímedes está en el tejado’, o la conversación recientemente mantenida con José María Ridao sobre ‘Filosofía accidental’, el último ensayo del diplomático, a punto de ver la luz, la cuestión es que mi ensimismamiento empezó a divagar por el proceloso océano de la responsabilidad.
Me llamó la atención Ridao acerca de una anécdota atribuida a Pitágoras. Cuando el de Samos descubrió una de las armonías que andaba siempre buscando entre los elementos del mundo, alguien de su círculo tuvo la ocurrencia de sugerirle que llevara a cabo la ofrenda de un buey ante los dioses y Pitágoras rechazó hacerlo con el argumento de que no se puede manchar el altar de sangre.
Lo singular de la tradición pitagórica fue la puesta en valor de la armonía, es decir, la relación entre los elementos que el hombre conoce y entre el hombre mismo, frente al absoluto. Basta con mirarnos a nosotros y, a partir de ahí, establecer los acuerdos, los pactos y los remedios a nuestra condición.
Se suele asignar a Nietzsche y a Dostoyevski la autoría de la frase de que ‘si Dios ha muerto, todo está permitido’, enunciado que, al parecer, ninguno de los dos llegó a formular, pero que bien podría asignarse a cualquiera de ellos. Si se mira desde la perspectiva de la tradición pitagórica, sostiene Ridao que la formulación debía ser la contraria, es decir que si existe Dios en cualquiera de sus formas, bien sea la de la sabiduría, la del inconsciente o la propiamente dicha, entonces es cuando todo está permitido, porque en la tradición pitagórica, el hombre debe responder ante el hombre.
Si cualquier absoluto existe, me decía Ridao, es cuando todo está permitido, porque el hombre se convierte en instrumento de ese absoluto que nunca llega a conocer pero que parece ser que le dicta su comportamiento, impone sus reglas y le organiza el mundo y, claro, en el momento en que es el absoluto el que pone las reglas, el hombre no es responsable de aplicarlas. En la tradición socrática, el hombre no es responsable de las reglas porque es el absoluto el que las establece y él es un mero instrumento, mientras que para los pitagóricos, el hombre es responsable tanto de las reglas como de su aplicación y, por tanto, lo que no hará nunca es manchar el altar de sangre.
Ese concepto de responsabilidad y de asunción del propio destino resulta hoy tan revolucionario como lo era seis siglos antes de Cristo. Entonces Heráclito, aún reconociendo que Pitágoras “supo como nadie entre todos los hombres”, no dudó en aplicarle el no demasiado honroso título de “padre de todas las patrañas”. No ha trascendido si entre las patrañas a que se refería el efesio estaban la relación armónica universal cifrada en el número π que aún usamos, el descubrimiento de que el cerebro es el órgano central de la vida psíquica, que la tierra no ocupa el punto central del cosmos, que gira en torno a su eje y que se mueve trazando una elipse alrededor del sol.
Hoy, a 2015 años del advenimiento de Cristo y poco más de una semana del de Tsipras, a este lado del Mediterráneo nadie es responsable de nada. Los ciudadanos saben cómo viven, el país irá muy bien, pero cada día debe más y los más patriotas de todos lo saldan por las esquinas. Mientras, quienes han manejado la situación durante los últimos 32 años, no se dan por aludidos, pero cuando se les cruza el primer Pitágoras con coleta y se ven con vértigo al borde del precipicio, lejos de asumir responsabilidad alguna, deciden huir hacia adelante y apenas aciertan a argumentar, crispados: “No les votéis, no son de fiar. ¡Son como nosotros!”.
Presidente de Argaria, asociación cultural
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