Hay quien colecciona sellos, quien no se pierde un partido del Madrid, o quien se zambulle cada noche en una novela de mil páginas. Lo mío —y no sé si es un vicio o una deformación profesional— es ver sesiones parlamentarias. Las del Congreso, las del Senado, las del Parlamento andaluz, la Diputación de Almería y hasta los plenos municipales, si se tercia. Me las trago enteras. Y no por masoquismo, que conste, sino porque me interesa saber qué se cuece de verdad en la cocina de la política, que capacidad tienen unos y otros de argumentar y contrargumentar, no sólo lo que luego tenemos que resumir y condensar los periodistas en un titular, siempre insuficiente.
Pero claro, uno va viendo cosas. Y lo que más llama la atención, lo que más duele incluso, es esto: nadie responde. Se pregunta, sí. Se formulan preguntas por escrito, en tiempo, con estructura. Pero a la hora de la verdad, cuando toca dar la cara, el que tiene que contestar mira hacia otro lado, se va por la tangente o directamente se lanza a hablar de cualquier otra cosa. Y lo hace con tal desparpajo que uno se pregunta si ha oído siquiera lo que se le ha planteado.
Este fenómeno no es nuevo. La política española lleva años abonada a la técnica del escapismo verbal. Pero lo preocupante es que cada vez está más institucionalizado, más normalizado, más aplaudido incluso, porque al final se trata de eso, de parir una frase que luego será reproducida millones de veces aunque no vaya a cuento de lo preguntado, porque lo importante es colocarla en el ciclo. Ya no se ve como una falta de respeto al que pregunta —ya sea un diputado o un periodista—, sino como una jugada maestra de comunicación política. Como si esquivar una pregunta con arte valiera más que enfrentarse a ella con honestidad.
Y claro, esto se agrava en la era del corte de 20 segundos, o del zasca de las redes con el titular trampa (machaca, tritura, hunde, humilla... esas son las palabras clave para Youtube y Tik Tok). Los políticos lo saben: el tiempo en televisión es limitado y en redes sociales, aún más. Lo que vale es la frase lapidaria, el meme fácil, el tuit incendiario. Lo de menos es el contenido siempre que se venda bien. Y como lo que importa es que el vídeo acabe con aplausos del grupo propio o con abucheos al rival, pues nadie se esfuerza en responder. Se limitan a atacar, a desviar, a encender la polémica. Y punto.
Esta semana, por ejemplo, la senadora almeriense Carmen Belén López Zapata preguntó a la ministra Diana Morant sobre la discriminación que sufre Andalucía en varios temas. Y la ministra, ni corta ni perezosa, se puso a hablar de Mazón. ¿Perdón? ¿Y la pregunta? Nada. Como si no existiera. Como si el tema fuera otro. Y así estamos.
En el Congreso pasa igual. El presidente del Gobierno responde a lo que le apetece, no a lo que se le plantea. Los ministros tres cuartos de lo mismo. Y lo más grave: da igual quién pregunte. Puede ser Vox, el PP o incluso algún socio "incómodo". Si la pregunta molesta, no hay respuesta. Hay discurso. Hay mitin. Hay monólogo. Pero respuesta, lo que se dice respuesta, ninguna. Por eso que Sánchez lleve más de mes y medio sin ponerse ante los periodistas tampoco tiene mucha importancia... si ya sabes las respuestas que dará... que diferencia con Donald Trump, que todos los días responde a los compañeros, aunque sea para hundirse más y más.
Le preguntaban a la vicepresidenta María Jesús Montero sobre el titular de un medio que apuntaba a un miembro de su departamento, quien habría cobrado un soborno por aplazar el pago de una deuda con Hacienda. No respondió a eso, pero recordó los casos de corrupción del PP... eso por los que ya ha pagado esta formación, primero perdiendo una moción de censura, y segundo en los tribunales de justicia.
Y esto también lo sufrimos los periodistas. Preguntamos, repreguntamos, intentamos ir al grano. Pero nos devuelven el argumentario, la consigna, el "mantra del día". Uno puede preguntar por un caso concreto de corrupción y le hablan de lo bien que va la economía. Y así, claro, no hay manera, incluso cuando los tienes en una entrevista "para ti solo", porque no puedes dedicar media hora a una sola cuestión.
¿Y por qué no responden? Muy sencillo: porque muchas veces el que pregunta tiene razón en la premisa. Porque en el fondo de la pregunta hay una verdad incómoda. Y contestarla sería admitirla. Y admitirla sería dar la razón al rival. Por eso prefieren el silencio, o la evasiva. Porque es más útil políticamente no decir nada que reconocer algo.
Eso sí, luego se llenan la boca hablando de transparencia, de rendición de cuentas, de diálogo. Pero todo eso se queda en eslóganes si a la hora de la verdad no hay voluntad de responder. Y responder, ojo, no es solo hablar. Es asumir que el que pregunta merece una respuesta, no un rodeo.
Así que vuelvo a la pregunta del principio: ¿por qué nadie responde? Pues porque hemos convertido la política en un teatro de sombras, donde lo importante no es la verdad, sino la apariencia. Donde se premia más el aplauso fácil que la coherencia. Y eso, para quienes seguimos creyendo que el control al poder es esencial —desde la política o desde el periodismo—, no es solo decepcionante. Por eso voy a pocas ruedas de prensa, y cuando lo hago, no suelo preguntar... aunque el otro día me salió bastante bien... quizá porque contestó un técnico, no un político.