Me sorprendió que Pedro Sánchez dijera que advertía al menos tres naciones en el Estado español, siendo una Cataluña, otra País Vasco y otra Galicia... pero no fue por una cuestión histórico-política, sino matemática. O el resto es una nación, y por tanto son cuatro... o ese mismo resto son también varias naciones, con lo cual suman unas cuantas más.
Pero me impacto mucho más la ignorancia supina de quien aspira a presidente del Gobierno central en relación con Andalucía. Y no es que nos ganamos a pulso democrático en la calle un 4-D, y con todo el aparato del Estado en contra el referendum del 28-F (hay que recordar que en Almería hubo diez veces más síes que noes) nuestro derecho a ser una autonomía con rango de nacionalidad histórica, no es que nuestro Estatuto hable de Andalucía como “patria”, no es que nos reconozca como “realidad nacional”... no es sólo eso, es que si hubiese estudiado un poco de historia sabría que Andalucía siempre ha estado presente en la reivindicación territorial junto a vascos, catalanes, gallegos y castellanos, siempre. Desde hace siglos.
Es decir, que la reconfiguración del Estado español es un asunto nada novedoso, que ha ido cambiando desde que fue constituido como tal, y a pesar de ciertos periodos de tranquilidad, lo cierto es que nunca se ha cerrado a satisfacción de nadie.
El paso dado en Cataluña es un ejemplo. Un mal ejemplo, sí, pero un ejemplo de como puede acabar reventando todo si no se intentan hacer las cosas de un modo que culmine las legítimas aspiraciones de todos... o al menos de la inmensa mayoría.
La situación a la que ha llegado Cataluña tiene su base en esa aspiración secular a la soberanía nacional, como lo demuestra -por irnos a los tiempos más próximos- la II República Española, y luego en la Transición, y posteriormente ya en el periodo democrático, mirando los resultados electorales con permanente victoria nacionalista.
Pero no se habría alcanzado este punto, si no hubiera sido por la crisis económica, cuya gestión no supo controlar Artur Mas, por lo que como cualquier mal gobernante, culpó de ella al “enemigo exterior”, y nació el “España nos roba”. En realidad los ladrones los tenían dentro, pero en ese momento aún no se sabía al mismo nivel que hoy día, sin olvidar que quienes lo sabían, callaban, en la idea de que amparando esa corrupción, podrían mantener el status quo con pactos entre partidos estatales y nacionalistas catalanes.
También contribuyeron el embrollo del Estatut y otras cuestiones, si bien en este punto, lo que importante es qué hacer.
Que la mayoría de los catalanes tiene interiorizado -y exteriorizado- la necesidad de un cambio de relación entre “su país” y “España” parece claro a la luz de resultados electorales y encuestas, pero eso mismo deja otro dato importante sobre la mesa, y es que entre el todo -la independencia- y la nada -seguir igual- hay un espacio inmenso por el que nadie con capacidad para ello, quiere transitar.
Y es que seguir tal cual, es mantener vivo el conflicto, es poner paños calientes y dejar que el asunto se siga pudriendo, para acabar estallando de nuevo en un momento futuro más propicio, y quizá, quién sabe, de modo más virulento.
Pero votar por la independencia en el momento actual no deja de ser un suicidio colectivo. Lo primero por quienes lo promueven, que no son más que los herederos del “pujolismo”, que han venido demostrando históricamente que usan a Cataluña en beneficio propio, que para ellos el nacionalismo no es más que un estupendo negociete familiar. A ellos les asiste la CUP, que es una amalgama de colectivo que van desde el anarquismo al comunismo, del feminismo supremacista, a los okupas... En fin, lo mejor de cada casa.
Pero valoraciones de unos y otros al margen, no es difícil comprender que el “país” que quiere construir la CUP debe ser bastante diferente al del PdCat... Y cuando alguien acuda a votar sí a la independencia, lo cierto es que no sabe qué está votando ¿Suiza o Cuba? ¿Alemania o Venezuela? ¿Europa o Asia?
¿Sería lo mismo la Euzkadi independiente del PNV que la de los batasunos?
Y cuando alguien acuda a votar sí a la independencia, lo cierto es que no sabe qué está votando ¿Suiza o Cuba? ¿Alemania o Venezuela?
Llegados a este punto de enconamiento, donde ha faltado mucho diálogo -por ambas partes- porque ninguno de los dos pensaba que se alcanzaría esta situación -unos no creían que los otros se atrevieran a promulgas la leyes de desconexión, y los otros aún están incrédulos sobre lo que el Estado es capaz de hacer para impedirlo- quizá lo menos menos malo sería dejar votar a los catalanes ¿por qué no?
Si el Estado impide el referendum, ganará puntos la causa independentista, porque el mensaje de “nos niegan nuestro derecho democrático a votar” es muy vendible, en tanto que si lo permite, deja claro que no tiene miedo.
Un referendum pactado -al que se habría dado el carácter de “consulta no vinculante”- habría permitido poner unos niveles mínimos de participación, y unos porcentajes mínimos de síes sobre noes. Y el Estado es fantástico para eso... basta recodar las trampas que nos pusieron a los andaluces para el nuestro... aunque eso sí, luego les tuvimos que doblar el pulso porque era antidemocrático perder habiendo ganado en las urnas...
El referendum pactado habría obligado a la neutralidad de los medios de comunicación públicos, habría obligado a la neutralidad del Gobierno catalán, habría controlado exhaustivamente la identidad de los votantes...
Si lo que el Estado temía es que tras Cataluña llegaran las demás y por eso opta por impedirlo, se equivoca, porque pase lo que pase, irán las demás, antes o después. A no ser que los grandes partidos se tomen en serio esto que llaman España, y comprendan que no se trata sólo de “financiación” -aunque también-, no sólo de “competencias” -aunque también-, no sólo de “autogobierno” -aunque también-, no sólo de respeto a la “identidad” -aunque también-.
Ahora se trata de que lo de Cataluña no nos confunda. A los andaluces tampoco.