Hay una amarga sensación de déjà vu que nos recorre el espinazo cada vez que el cielo se tiñe de naranja o el agua busca cauces que la memoria humana olvidó. Lo hemos vivido con la última DANA que ha anegado Valencia y, cómo no, lo sufrimos con la virulencia de los incendios que cada verano arrasan hectáreas a lo largo y ancho del Estado, y del que éste estamos teniendo buena cuenta. La pregunta, cargada de una mezcla de rabia y agotamiento, es siempre la misma: ¿hemos aprendido algo? La respuesta, tristemente, parece ser un rotundo no.
No es una cuestión de medios, que los hay, ni de la profesionalidad de quienes se juegan la vida en primera línea, desde bomberos forestales a miembros de la UME, pasando por Protección Civil y sanitarios. Su entrega está fuera de toda duda y merecen un reconocimiento que va más allá de las palmadas en la espalda cuando la tragedia ocupa los titulares. El problema, una vez más, emerge del barro de la política, de la descoordinación y de esa mezquina costumbre de convertir la gestión de una emergencia en un arma arrojadiza.
Asistimos, atónitos, a un espectáculo lamentable cada vez que la naturaleza nos pone a prueba. Mientras las llamas devoran un monte o una riada se lleva por delante el trabajo de toda una vida, nuestros responsables políticos se enzarzan en un cruce de acusaciones sobre quién tiene la competencia. Que si la Comunidades no activaron a tiempo el nivel de emergencia adecuado, que si el Gobierno central no movilizó los recursos con la celeridad necesaria, que si el municipio no tenía el plan de prevención actualizado. Un ‘y tú más’ que resuena con un eco macabro sobre el terreno calcinado o inundado.
Este cruce de reproches está alimentando una narrativa peligrosa y, a mi juicio, profundamente equivocada: la de que el sistema autonómico es el culpable. Se extiende la idea de que un Estado con 17 administraciones es intrínsecamente ineficaz para hacer frente a catástrofes que, por su propia naturaleza, no entienden de fronteras provinciales ni autonómicas. Pero el problema no reside en el diseño del sistema, sino en la deslealtad de quienes lo operan.
El fallo no es estructural, es de voluntad. La lealtad institucional no es una opción, es una obligación ineludible cuando lo que está en juego es la seguridad y el patrimonio de los ciudadanos. No puede ser que la coordinación entre el gobierno de la Comunidad Autónoma y el gobierno del Estado dependa del color político de quienes ocupan los despachos. Es inaceptable que una llamada de auxilio quede en espera mientras se consulta el manual de competencias o, peor aún, se calcula el rédito político de la intervención.
Lo que falla es la altura de miras. Falla la capacidad de entender que, ante una emergencia de gran magnitud, todas las administraciones, desde el ayuntamiento más pequeño de nuestra provincia de Almería hasta el último ministerio, deben funcionar como un único engranaje perfectamente sincronizado. La lealtad institucional implica cooperación, anticipación y, sobre todo, poner el interés general por encima de cualquier sigla o estrategia partidista.
No, el problema no es el sistema autonómico. El problema son los gestores que, con su comportamiento, parecen boicotearlo desde dentro, dando alas a quienes anhelan una recentralización que, por sí misma, no garantiza una mayor eficacia. La solución no pasa por desmantelar, sino por hacer que funcione. Y para ello se necesita algo tan básico como olvidado: lealtad y sentido de Estado.
Mientras tanto, los ciudadanos seguiremos mirando al cielo con el corazón en un puño, esperando que la próxima vez, solo por una vez, la coordinación esté a la altura de la catástrofe. Porque de no ser así, la próxima DANA o el próximo gran incendio no solo dejarán un rastro de destrucción, sino también los escombros de un sistema que sus propios responsables se negaron a defender. Y eso es algo que no nos podemos permitir.