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Dos años después del horror
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Dos años después del horror

miércoles 08 de octubre de 2025, 10:40h
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De la barbarie de Hamás al descrédito moral de quienes justifican el terrorismo

Apenas servido el café, el marino con gesto sombrío comenta:

—Se han cumplido dos años del atentado de Hamás. Aquel 7 de octubre unos terroristas irrumpieron en territorio israelí matando civiles, familias enteras y jóvenes que bailaban en un festival de música. Más de mil doscientos asesinados, miles de heridos, centenares de secuestrados —algunos hasta la fecha—. Ninguna causa, por legítima que se crea, puede nacer de semejante infamia.

Hamás controla y gobierna la Franja de Gaza desde 2007, al expulsar por la fuerza a la Autoridad Nacional Palestina tras ganar las elecciones del año anterior, desde entonces ejerce un poder tiránico, sin elecciones libres ni instituciones independientes.

Su objetivo no ha sido mejorar la vida de los gazatíes, sino alimentar el odio sustituyendo la política por el adoctrinamiento, con la violencia y el terrorismo para eliminar a los «infieles».

Lo que asombra no es sólo la brutalidad del crimen, sino la facilidad con que parte del mundo lo justifica, como lo constata las manifestaciones en ciudades europeas que presentan a los asesinos como «resistencia», partido político e incluso tildando de bulos las atrocidades cometidas.

La joven profesora asiente:

—La guerra se ha enquistado. Se han multiplicado las víctimas, los desplazados, el hambre y la ruina en Gaza, pero no se debe olvidar que la guerra la provocó Hamás y no fue una «respuesta a la ocupación», sino una ofensiva diseñada con el propósito de dinamitar cualquier intento de convivencia que Israel estaba negociando con varios países árabes.

Los objetivos de Hamás son teocráticos y totalitarios; pretenden instaurar un califato, no un Estado palestino. Su carta fundacional no habla de fronteras ni de derechos civiles, sino de exterminio.

Tampoco puede olvidarse que los cientos de miles de millones de fondos recibidos de la ONU, canalizados a través de la UNRWA, no se destinaron a hospitales, escuelas o redes de saneamiento, sino a construir el llamado «metro de Gaza», una red de túneles —cerca de 500 km. según la BBC— para ocultar armas, lanzar misiles y refugiar a sus milicianos —entre 30.000 y 50.000, todo un ejército—. Todo ello con la pasividad internacional y la connivencia de funcionarios corruptos de la propia agencia.

Esta corrupción estructural, unida al fanatismo, ha condenado al pueblo gazatí a una existencia precaria, no es Israel quien los oprime, que cuenta con un 20 % de población musulmana y que antes del conflicto acogía diariamente a unos 400.000 gazatíes que cruzaban la frontera para trabajar. Son sus propios gobernantes quienes los sojuzgan.

El marino comenta:

Hamás convierte a los gazatíes en escudos humanos, cuando la causa palestina necesita líderes moderados, estadistas capaces de tender puentes, construir instituciones y no túneles, pero la complicidad internacional acabó entregándosela a fanáticos criminales.

En Occidente muchos intelectuales se suman al «poscolonialismo de salón» que culpa a Israel, pero calla ante los crímenes de los terroristas —incluso en sus propios países—, una ceguera moral peligrosa que convierte el terrorismo en narrativa y propaganda.

La inversión del bien y del mal no es nueva. La historia —muy especialmente la contemporánea— ofrece abundantes ejemplos. Sorprende que, en Europa una parte de la opinión pública repita consignas sin conocimientos históricos o geopolíticos y que en EE.UU. campus universitarios y sectores «progresistas», hayan hecho una bandera de la ignorancia.

Se debe criticar a Netanyahu, un político despreciable, con un discurso populista que ha fracturado su país y convertido la guerra en su supervivencia personal, pero esa repulsa no puede servir de excusa para blanquear a Hamás. La crítica a Israel debe partir de un principio innegociable, fue la víctima de un ataque terrorista.

La profesora resignada comenta:

Israel, como cualquier estado democrático, tiene la obligación y el derecho a defender a sus ciudadanos, aunque no exonera los excesos, ni el sufrimiento que su ofensiva ha causado en Gaza, pero eso no puede equipararse al propósito deliberado de una organización terrorista.

Dos años después del horror, el conflicto sigue marcando la agenda internacional y, sin embargo, su origen se diluye. En foros y debates se habla de «proporcionalidad», de «ocupación», de «reconciliación imposible», pero cada palabra borra un poco la verdad primigenia; aquel 7 de octubre unos terroristas mataron a mujeres, niños, ancianos y grabaron sus crímenes para celebrarlos.

Las guerras se olvidan pronto, pero los odios no. Lo que empezó con una masacre acabará en generaciones educadas en la venganza. Los gazatíes seguirán siendo rehenes de sus verdugos y los israelíes encerrados tras sus fronteras, mientras los fanáticos se alimentan de la memoria selectiva y del silencio de los tibios.

Quizá el problema no sea sólo el terrorismo, sino nuestra indiferencia. Nos hemos acostumbrado a convivir con el mal y a justificarlo con eufemismos.

El marino esbozó una mueca amarga y remató.

—En el fondo, todos los fanatismos se parecen, necesitan el ruido, el fuego y el miedo. Ojalá algún día, se apaguen los gritos, la razón prevalezca y el mar esté en calma para que la vida continue, ajena a tanto odio inútil.