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Dos varas en el fango

Dos varas en el fango

Por Rafael M. Martos
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directornoticiasdealmeriacom/8/8/26
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viernes 11 de julio de 2025, 06:00h
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La escena en el Congreso esta semana fue de esas que dejan poso. En pleno debate sobre corrupción, Alberto Núñez Feijóo se permitió preguntar a Pedro Sánchez “de qué prostíbulos ha vivido usted”. Lo hizo sin ambages, como quien lanza una bomba retórica sabiendo que, aunque no estalle, dejará humo. El ataque apuntaba, en tono velado, al suegro del presidente, quien en los años 80 fue propietario de saunas en Madrid, algunas de ellas vinculadas a servicios sexuales de pago. ¿Suficiente para que se levanten las alfombras? Tal vez no. ¿Suficiente para generar ruido? Desde luego. La frase incendió la Cámara y fue interpretada como un cruce de línea inadmisible por parte del PSOE, que se escandalizó por lo que calificaron de “infamia personal” y “ataque a la familia” del presidente.

Sin embargo, la escena invita a levantar la mirada y comprobar, con cierto hartazgo, que aquí las líneas rojas son elásticas. Para unos, se cruzan al mínimo roce. Para otros, se pueden pisotear sin que pase nada. Porque la izquierda, con Patxi López a la cabeza, no ha tenido nunca reparos en acusar al propio Feijóo de cosas bastante más graves que insinuar un vínculo familiar indirecto con la prostitución. El mismo López afirmó en sede parlamentaria que el líder del PP se fue de vacaciones con un narcotraficante mientras jóvenes morían en Galicia por las drogas. Se refería, cómo no, a la famosa foto de los años 90 en la que Feijóo aparece en una lancha con Marcial Dorado, cuando este era un conocido contrabandista de tabaco. La imagen ha sido rescatada una y otra vez como munición política, incluso aunque no exista prueba de ninguna relación delictiva posterior. Feijóo ha preferido no responder nunca con claridad, y eso también tiene su coste, pero resulta llamativo que esa fotografía, sin más contexto que la propia instantánea, sirva para imputarle en bloque todos los males de una generación.

Y no se queda ahí el catálogo. A Feijóo se le ha responsabilizado —aunque gobierne en Galicia y no en Madrid— de la muerte de ancianos en las residencias durante la pandemia, como si él hubiera redactado los protocolos que dejaron sin hospital a los mayores sin seguro privado. Incluso se ha llegado a acusarlo de ser, poco menos, que responsable político de los fallecidos por la DANA en Valencia. Es decir, cuando las acusaciones se lanzan desde la izquierda, el listón del escándalo se coloca mucho más arriba. Pueden llamar asesino, narcotraficante o negligente sin que tiemble el tablero democrático. Pero cuando el ataque va en dirección contraria, entonces se habla de crispación, de populismo destructivo o incluso de que se está rompiendo el país.

El caso de Begoña Gómez, la esposa del presidente, es otro ejemplo de esta elasticidad ética. Está imputada judicialmente por tráfico de influencias, en una causa que aún está por instruirse, pero cualquier intento de mencionar el tema —ya sea en medios, en redes o en el Parlamento— se califica de campaña de acoso. De linchamiento político. De conspiración. Sin embargo, cuando una periodista comete un error y vincula a la esposa de Feijóo con supuestas irregularidades, el presidente del Gobierno no duda en usar esa información, ya desmentida, para atacarlo en sede parlamentaria. Y lo hace sin rectificar después, ni mucho menos pedir disculpas. ¿Dónde está la línea? ¿Dónde se traza el límite del respeto a la familia cuando se trata de unos y no de otros?

No se trata de justificar ni las formas ni los excesos retóricos, que los hay y son peligrosos. Se trata de constatar que la vara de medir no es la misma para todos. Que se ha instalado una lógica política según la cual al PSOE se le perdonan excesos por el bien de una supuesta superioridad moral, mientras que al PP se le exige responder por cualquier sombra, real o inventada, que le sobrevuele. Y esto, más allá del ruido, tiene consecuencias. Porque si cada uno se siente legitimado para disparar sin prueba, pero escandalizado cuando le devuelven el golpe, lo que se rompe no es la convivencia parlamentaria, sino la mínima coherencia necesaria para que el ciudadano se tome en serio algo de lo que allí dentro se dice.

Desde la distancia —y desde el hastío, que crece— lo que muchos ven es una guerra de barro donde ya no importa tanto la verdad como la efectividad del fango. Lo relevante no es quién tenga razón, sino quién consigue gritar más alto. En un país como el nuestro, donde la política debería estar bajando al terreno de los problemas reales —la vivienda, el agua, la sanidad pública, el empleo digno—, seguimos anclados en los ajustes de cuentas, los zascas parlamentarios y las guerras familiares en diferido.

Lo que se vivió el miércoles no fue el estallido de una línea roja. Fue la confirmación de que en política española no hay reglas claras, solo bandos. Y que mientras unos pueden acusar de todo sin consecuencias, otros no pueden ni siquiera insinuar sin ser acusados de romper la democracia. Es difícil construir nada serio con estos mimbres.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"