En esta tierra nuestra, tan dada a la sabiduría del refranero, solemos acudir a viejas expresiones para poner orden en el caos. Discutimos si son churras o merinas para distinguir lo esencial de lo accesorio, o si son galgos o podencos cuando un matiz, aparentemente crucial, nos enreda y nos impide ver el fondo de la cuestión. Y observando desde nuestra atalaya almeriense el horror que se despliega en Palestina, uno tiene la amarga sensación de que el mundo se ha enfrascado en una bizantina discusión sobre si son galgos o podencos, mientras la presa es destrozada a la vista de todos.
El gran debate en los círculos diplomáticos, en las tertulias y en las tribunas de los parlamentos parece haberse anclado en la semántica. ¿Es lo que el gobierno de Netanyahu está perpetrando un genocidio? ¿O deberíamos, para ser académicamente pulcros, hablar de exterminio, de masacre, de limpieza étnica? Se afilan los argumentos, se citan convenciones internacionales y se analiza con lupa la "intencionalidad" que requiere el término acuñado por Raphael Lemkin.
Y yo, sinceramente, creo que la intención de aniquilar a un pueblo o forzar su exilio total es tan evidente que el término "genocidio", o al menos "intento de genocidio", encaja con una precisión escalofriante. Pero, llegados a este punto, estoy dispuesto a ceder en la palabra. Llámenlo como quieran. Acepto "exterminio", "masacre sistemática" o cualquier otro eufemismo que tranquilice las conciencias de quienes se ofenden más por un vocablo que por una vida humana. Aceptaré cualquier término, siempre y cuando su uso venga acompañado de una consecuencia ineludible: que la comunidad internacional, que el gobierno del Estado español y que el resto de actores con capacidad de influencia se decidan, de una vez por todas, a frenar a ese sanguinario.
Porque mientras los eruditos debaten, los hechos objetivos, incontestables, se amontonan como los escombros en Gaza. Lo que pretende el ejecutivo de Israel no es un secreto guardado bajo siete llaves; es un plan declarado a voces: la expulsión, por las buenas o por las malas, de todos los palestinos de su tierra, como antes lo fueron de lo que hoy es Israel. Se está asolando un territorio hasta hacerlo inhabitable. Se está bombardeando a una población enjaulada. La estadística macabra de niños y mujeres asesinados no es un daño colateral, es el resultado directo de una estrategia militar y política.
Si Israel pretende justificar su actuación en el marco de una guerra, está dinamitando cada pilar de las leyes internacionales que rigen los conflictos. El ataque indiscriminado sobre población civil, hospitales, escuelas y convoyes humanitarios no es guerra; son crímenes de guerra de manual.
Todos reconocemos que la acción perpetrada por Hamás es terrorismo, pero eso no impide que reconozcamos el derecho de los palestinos a tener su país. Del mismo modo, reconocer el derecho de un Estado a defenderse del terrorismo, no quiere decir que tengamos que aplaudir sus métodos.
Si, por otro lado, lo plantea como una operación antiterrorista a gran escala, la contradicción moral es aún más profunda. Un Estado que lucha contra una organización terrorista no puede, bajo ningún concepto, adoptar sus métodos. No puede aplicar el castigo colectivo, no puede sembrar el terror entre inocentes, no puede actuar con un desprecio absoluto por la vida humana. En el momento en que lo hace, pierde toda legitimidad moral y se rebaja al mismo nivel de aquello que dice combatir. Eso decíamos cuando la guerra sucia contra ETA, que el Estado no podía cometer terrorismo para acabar con el terrorismo, decíamos que no los etarras no eran vascos, eran terroristas, decíamos que los vascos como pueblo, eran víctimas de ETA porque vivían bajo su coacción... pero cuando se trata de Palestina, se identifica a todos los palestinos como Hamas, y eso para poder acabar indiscriminadamente con la población de un territorio... una población que es tan semita como los judios, pero a quienes ya ni se les reconoce ese hecho. Los sionistas le han robado a los palestinos hasta su identidad semita... lo que sería el colmo si la crueldad que vemos no lo fuese más.
Por eso, el debate terminológico me parece, además de secundario, peligrosamente ridículo. Es una cortina de humo que permite la inacción. Nadie niega la importancia de nombrar correctamente el horror, pues hacerlo es el primer paso para juzgarlo. Pero es infinitamente más urgente detenerlo.
Da igual si al depredador lo llamamos galgo o podenco. Lo verdaderamente importante, lo único que debería ocupar nuestra atención y nuestra acción, es que está aniquilando a su presa. Y la historia no nos juzgará por la precisión de nuestro diccionario, sino por el silencio cómplice con el que permitimos que la cacería continuara. Hay que parar esta acción criminal contra el pueblo palestino. Lo demás, con ser importante, puede esperar. Las vidas no.