A lo largo de la historia, Andalucía ha sido un territorio con muy mala suerte. Invadida, arrasada, conquistada, vencida... la palabra genocidio ha sido una constante en su devenir como civilización.
Parece que nos hemos acostumbrado, y estar entre los últimos de Europa se convierte en una constante que para nada nos afecta. Ya no nos extraña tener los peores datos en todos los baremos sociales y económicos. Sentirnos abandonados por el poder central, preocupado de que otros territorios con más riqueza e influencia le permitan conservar ese poder a cambio de privilegios, se acepta con una naturalidad que espanta. Uno se adapta a todo, hasta a la mala suerte.
Por eso, no nos damos cuenta de que, en algunas cosas, el pueblo andaluz ha tenido suerte, sí, mucha suerte. Por ejemplo, en nuestra cultura, nuestra manera de comportarnos, nuestra forma de ser y de ver la vida. Observación en la que pudiera servir de paradigma la figura de la persona que representa el sentir andaluz: Blas Infante.
Mientras por otros lugares presumen y se enorgullecen de tener como referente a guerreros sanguinarios, salvajes conquistadores o belicosos batalladores subidos a un caballo con un sable en la mano, en Andalucía aceptamos con la mayor naturalidad que el padre de la patria andaluza –aunque si le hubieran preguntado a él le haría poca gracia este título– sea una persona buena, humana, pacífica, honesta, tolerante. Alguien que, no hay más remedio, se suele representar con un libro en las manos: “Ideal Andaluz”.
Por eso, parece necesario volver a recordar anualmente la fecha –marcada a sangre y fuego en el calendario– de su alevoso asesinato. Todo ocurrió en la madrugada del 11 de agosto de 1936. Hace 89 años.
Lo habían sacado de su casa mientras celebraba el santo de su hija y lo tenían preso en el cine Jáuregui. Llevaba encarcelado varios días, aterrorizado y siempre pendiente de escuchar su nombre en el listado de “las sacas” por la madrugada. Y el 11 de agosto llegó el momento. Un corto viaje hasta las afueras de Sevilla, un estremecedor grito en la noche reivindicando la libertad de Andalucía, dos tiros por la espalda. Y se consumó la vileza.
Los criminales alzados contra la Republica creían que, asesinando a su promotor, terminarían con la conciencia andaluza. Intentaron acabar con el gran referente y con la posibilidad de organizar a un pueblo en torno a sus intereses, su bandera y su identidad. Se equivocaron. Aunque el sentimiento andaluz se encuentre actualmente aletargado, no está muerto... y nunca morirá. Siempre existirá alguien con Andalucía en su corazón.
Porque Andalucía no es ni una doctrina, ni un pensamiento, ni una ideología, ni un interés económico, Andalucía es un sentir, un sentimiento.
Hoy, el pueblo de la mala suerte puede conmemorar tener como adalid, como guía, a un hombre pleno de humanidad asesinado físicamente aunque su Ideal continúe vivo. Hoy podemos conmemorar nuestra buena suerte.