Qué calor hace en Almería, ¿verdad? Estoy escribiendo esto desde la terraza de casa, viendo cómo el sol del mediodía aplana el azul del mar allá por Costacabana y pensando en el gazpacho que mi madre, seguro, ya tiene enfriando en la nevera. En días como hoy, con esta luz y esta paz, parece que nada malo puede pasar en el mundo. Pero pasa. Y a veces, pasa de puertas para adentro, en el silencio, donde no llega ni el levante ni la brisa de poniente.
Mi abuela, que para todo tiene un refrán, siempre ha dicho eso de que "los disgustos matan". Nos reíamos, pensando que era una de sus exageraciones, como cuando dice que si no te comes sus migas te vas a quedar "esmirriao". Pero mira tú por dónde, la ciencia, que a veces tarda pero casi siempre llega, le ha dado la razón a mi abuela.
Esta semana leía un estudio de una revista de esas con nombre importante, Circulation, que me dejó helada, más que si me meto de golpe en Los Genoveses en pleno febrero. Resulta que las mujeres que sufren acoso por parte de sus parejas o que necesitan una orden de alejamiento tienen muchas más papeletas para sufrir un infarto o un ictus. Así, como suena. Negro sobre blanco.
Y a mí esto, qué queréis que os diga, me parece una revelación tremenda. Porque saca la violencia de género del cajón de "problemas de pareja" o "asuntos privados" y lo pone en la estantería de "emergencia de salud pública", que es donde siempre debió estar.
Ya no hablamos "solo" del dolor de un moratón, de la humillación de un grito o del pánico a que suene el teléfono. Hablamos de que ese miedo constante, esa tensión que no te deja dormir, ese nudo en el estómago que te acompaña a todas partes, te está, literalmente, reventando las arterias. Ese estrés crónico es un veneno que va calando, día a día, hasta que el corazón, el mismo que un día se enamoró, dice basta.
Pienso en las mujeres de mi tierra, mujeres fuertes como las murallas de la Alcazaba, acostumbradas a tirar para adelante con lo que venga. Pienso en cuántas de ellas estarán ahora mismo sonriendo en la cola del mercado o paseando por el Zapillo con una procesión de angustia por dentro. Soportando, aguantando, porque es "lo que toca". Porque "hay que luchar por la familia". Mi padre siempre me dice que un hombre que te quiere no te hace sufrir, te compra un cherigan de atún con alioli cuando tienes un mal día. Y qué razón tiene. El amor no duele. El amor no te sube la tensión arterial.
Este estudio es un puñetazo en la mesa. Es un grito para que todos, desde los médicos de cabecera hasta la vecina del quinto, entendamos la urgencia. Cuando una mujer cuenta su infierno, no solo está pidiendo ayuda psicológica o legal. Está lanzando una alerta médica. Su corazón está en peligro.
Así que sí, mi abuela tenía razón. Los disgustos matan. Pero no como un rayo que cae del cielo, sino como una gotera lenta y silenciosa que acaba por derribar la casa. La buena noticia, dentro de lo terrible que es todo esto, es que ahora lo sabemos. Y saberlo nos obliga a actuar. A escuchar más, a juzgar menos y a entender que una mano tendida a tiempo no solo salva un alma, sino que también puede salvar un corazón.
Que el único sobresalto que nos dé la vida sea por la cuenta de la luz o porque se nos ha olvidado poner a enfriar las cervezas para ver el atardecer desde el Cabo de Gata. Porque nuestro sol de Almería está para dar vida, no para iluminar tristezas que se pueden evitar. Y nuestro corazón, para querer mucho y bien. Y para latir, a ser posible, muchísimos años.