Hablen bien ¡coño!
domingo 03 de mayo de 2015, 11:26h
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El titular es incorrecto, pero no por el taco, una palabra tan decente como todas aunque suene camilesca. Lo incorrecto son la expresiones «hablar bien» o «hablar mal». Habla bien quien se expresa de forma comprensible, aquella persona a quien no se le entiende lo que dice, habla mal. Por lo tanto si no es por el taco, lo incorrecto es exigir a los andaluces que hablemos «correcto».
Eso es todo.
Los andaluces soportamos dos «carencias» idiomáticas según los demás: una, dependemos, también en esto, de Castilla. Gracias a Castilla nos podemos expresar porque hablamos castellano. La otra, «lo hablamos mal». Mejor dicho: soportamos que se nos acuse de carencias idiomáticas, cuando la carencia es de masa encefálica en nuestros críticos.
Habla mal quien cambia el sentido de las palabras, quien las usa caprichosamente, ya sea por norma de tribu, novelería, mimetismo o cualquier otro vicio de los que últimamente afectan al lenguaje. Salvo eso, no existe el hablar mal. Y, por supuesto, no habla mal quien suprime letras de las palabras. Eso puede ser economía de lenguaje, algo que se produce como consecuencia de dominar bien el idioma, de ir por delante, cuando se es avanzado. El idioma es un vehículo de comunicación, el primero y más importante. Y es un elemento cultural, pero no puede ser considerado modelo político determinante. No se debe utilizar como materia identitaria de la nacionalidad. El idioma no hace a la nación. Muchas naciones –no sólo Estados– comparten idioma. Y muchos estados y naciones hablan varios idiomas. Suiza no es menos coherente por expresarse en cuatro lenguas en una extensión inferior a la de Andalucía; ni los países americanos pierden su independencia por hablar español, portugués o inglés.
En el reino de Castilla el idioma sólo se podía llamar castellano. Como el inglés en Inglaterra o el sueco en Suecia. Visto así, normal. Del mismo modo los irlandeses no hablan un idioma «aprendido» o «copiado» de la Gran Bretaña. El idioma inglés, producto como todos de una evolución, se formó en el período en que toda la isla de Irlanda formaba parte del que, precisamente, recibía el nombre de «Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda».
Pero, ¿qué es Castilla?
Un pequeño condado en la Cornisa Cantábrica que se extiende por una tierra de nadie. Al sur de la línea del Duero las tierras tienen nombre. Castilla se lo cambia a Toledo, que pasa a llamarse «Castilla la Nueva». Asimismo Andalucía es llamada «Castilla novísima». Y América es «Nueva Castilla». Pero estas dos últimas denominaciones duran muy poco. No tienen base, carecen de base popular, como se diría hoy. Se trataba de integrar las conquistas, de centralizar. Para dominar mejor los pueblos conquistados debían olvidar sus raíces.
Todo esto no tiene nada que ver con la paternidad del lenguaje, por tanto: ¿dónde nace el castellano? Eso es otra cosa.
Otra cosa es pensar que los idiomas nacen en un lugar y en una fecha determinada; como si se pudieran imponer por decreto. El idioma es producto de una evolución y es imposible determinar en qué momento la lengua original –en nuestro caso el latín– se pierde porque ha cambiado tanto que ha dado lugar a otra. De hecho los idiomas de la Península Ibérica, más el francés, el italiano y el rumano, tienen el mismo ascendiente. Todos son hijos del latín. El latín evolucionó a lo largo de toda la Alta Edad Media. Si antes era el idioma común a todo el Imperio, tras su desaparición fue cambiando de forma distinta en cada nuevo Estado debido a la menor relación, al aislamiento de todos estos nuevos Estados. Pero esa evolución es diferente no sólo en cada lugar, sino también en el tiempo. No todos los idiomas se formaron al unísono, aunque en todas partes empezara a perderse el latín casi al mismo tiempo. El latín era lengua común a todos los territorios del Imperio, y su evolución fue más rápida donde mejor se dominaba su uso. Cosa lógica, todo idioma vivo es un ente en movimiento, todos, no sólo el latín. Y las zonas más cultivadas tienen un mejor dominio del idioma por lo que la evolución ahí es más rápida, porque avanza más, porque se crea más.
Actualmente sigue ocurriendo; los idiomas sólo se paran cuando mueren. Todos los años se recogen palabras nuevas creadas por la evolución, por la forma de hablar. Pues bien: sin contar los extranjerismos, más del sesenta por ciento de las palabras nuevas reconocidas en el castellano por las Reales Academias de la Lengua, han nacido en Andalucía. Es un dato. Pero hay otros: hasta el final de la ocupación visigoda, en Andalucía se hablaba latín con la variante lógica por los más de trescientos años transcurridos desde la desaparición del Imperio. Desde entonces fue bilingüe aunque continuó predominando el latín ya reformado parcialmente por la aportación cultural musulmana y por la forma propia de hablar, sobre todo en las clases populares, cristianos en su mayoría.
La evolución se produjo en todo el resto de territorios que habían formado parte del Imperio. Y, cuanto más cercanos estuvieran estos territorios entre sí, más similar era la forma de expresarse, porque los contactos eran más frecuentes. El castellano en estos momentos incluye más de cuatro mil palabras de origen árabe o andalusí; pocas hoy, pero muchas en aquel tiempo, pues la evolución también ha aumentado el número de palabras en uso. En el siglo XIII nos encontramos con que Andalucía y Castilla, limítrofes, hablan de forma parecida. El latín está en plena transformación, en etapa de creación, evolucionaba en todas partes hacia el romance, pero cuanto más cercanos estuvieran estos territorios, más similar era la forma, porque los contactos eran más frecuentes. En el siglo XIII, en plena evolución del idioma, es conquistado el Valle del Guadalquivir y el idioma conoce su evolución más intensa, su maduración, precisamente en este período. Y en el siglo XV, cuando más de la mitad de la actual Andalucía ya formaba parte del reino de Castilla y se termina la conquista peninsular, al Andalus disfrutaba una cultura muy superior a la castellano–leonesa. Lo extraño sería que la población menos cultivada enseñara su idioma a la más culta. Lo normal es que haya sido al revés.
En consecuencia, el idioma recibe el nombre de castellano porque se materializa en el territorio de un Estado llamado Castilla. Pero no porque naciera supuestamente en la actual región de Castilla la Vieja o comunidad de Castilla-León.
Eso es lo normal y lo que prueban documentos conservados en cierta Universidad, muy anteriores al código emilianense –escrito, por cierto, en mozárabe común, con inquietantes y sospechosos retoques realizados con hoja de afeitar– guardado en San Millán de la Cogolla.
El intento burdo de manipular la historia del idioma, forma parte del aprovechamiento de otras culturas para beneficio propio. Aparente. Si es comprensible que el idioma reciba el nombre de castellano, desde el momento en que se hace oficial en el reino de Castilla, no lo es que se aproveche el apelativo para tan torpe apropiación. Los estudios sobre el nacimiento del castellano son lamentablemente inexactos, hasta el punto de mantener que “a la muerte de Fernán González, el condado de Castilla abarcaba las provincias de Cantabria, Burgos, Álava, Vitoria... Guipúzcoa...”. Ésa es otra historia nueva; recién inventada por el gachupino que lo dejó escrito. Alfonso II de León tomó algunos asentamientos al sur del Duero en el año 840; Fernán González empezó a intentar la independencia en 950, en 1020 Sancho III de Navarra sometía Castilla, y otros condados. La línea máxima de penetración a principios del siglo X, estaba situada ligeramente por debajo del río Duero en el oeste, mientras en el este no pasaba de los límites de las actuales provincias vascas.
La inexactitud de unos datos históricos tan contrastados como éstos, es una manipulación distinta de la del idioma. Diferente, pero paralela, porque están entrelazados con una misma idea: la de justificar, la de sostener, como sea, la apariencia de dependencia que se quiere dar a Andalucía y a todo lo andaluz. Son actos similares relacionados por sus propios autores, tan irreflexivos, como capaces de crear opinión en la credulidad inocente de una mayoría, apoyados por la actitud cómplice de autores, pseudo–historiadores y otros elementos comprometidos en fomentar la pérdida de personalidad de Andalucía, con el mantenimiento del mito de la «Castilla triunfal». Decir que el andaluz es “un castellano mal hablado” además de ser un insulto es falso.
Primero porque como ya se dice más atrás, no existe el idioma mal hablado salvo cuando se cambia el uso o el sentido de las palabras. Suprimir de la pronunciación la «d» intervocal o la letra «s» final, no son «mala» pronunciación, sino otra forma, una forma distinta de pronunciar. En todo caso una forma más evolucionada, más avanzada. Porque si el idioma se mantiene vivo es gracias a la evolución y la evolución lo hace cambiar progresivamente. Quien mejor le imprime esa evolución, quien más crea para mantenerla es quien va por delante, quien hace que continúe vivo, quien lo está recreando, día tras día.
En Andalucía no se cambia el significado de las palabras. Ya se encargan otros de hacer eso. Concretamente quienes se consideran a sí mismos correctos, entre otros horrores, cambian del pretérito imperfecto de subjuntivo al potencial simple: es decir, de «estuviera” a «estaría», «Si estaría aquí... ». ¿Quién no ha escuchado ese chirriar en algunas zonas del norte peninsular? O «dan alas” a la proximidad. De alguien que está muy cerca, en Andalucía se podrá decir «Está aquí al lao». Los «bienablaos” de tres al cuarto, críticos de pacotilla, dicen «Está aquí alado». Alguien debería ser obligado a demostrar que es más correcto unir las dos palabras y suprimir la primera «l» que dejar sin sonido la «d». Porque ambos suprimen alguna letra, pero la primera «aquí al lao» no cambia el sentido de la palabra. En cambio «está aquí alado» es una expresión distinta. La expresión se ha cambiado por otra palabra de significado diferente.
Andalucía no utiliza laísmos una costumbre chirriante que llega al disparate. Porque decir «la dije», «la hablé» no es, precisamente, un dechado de corrección, sino más bien todo lo contrario. Pero en «la pegué», «la pegó» la brutalidad de maltratar a alguien se ha cambiado por la de unirla con pegamento a alguna superficie. La expresión podría ser sospechosa de intentar eludir la ley de violencia contra la mujer, si no fuera porque es anterior a dicha ley.
Segundo porque, en todo caso, sería al revés. Ya hemos visto que el idioma se habló antes y se continúa actualizando en Andalucía. Y es que, sin duda, no es casualidad que Antonio de Nebrija, el primer analista normalizador del idioma fuera andaluz.
Estudió Filosofía y Marketing y es especialista en Historia.
Ha trabajado en prensa, radio y TV. Obtuvo el premio 'Temas' de relato corto por El Puente (1988), así como el '28-F' (2001), por La serie La Andalucía de la Transición, emitida por Canal Sur Televisión.
De su producción literaria cabe destacar: El País que Nunca Existió (1977), El Color del Cristal, novela (2001), La Importancia de un Hombre Normal, que narra la biografía de Blas Infante, (2003), Historia de Andalucía Para Jóvenes (2005), Grandes Infamias (2006) y De Aquellos Polvos... La Autonomía y sus orígenes históricos (2011)
Para el autor "la Historia es el espejo donde podemos vernos y conocernos, aunque, como está escrita por los vencedores, debe analizarse con espíritu crítico para poder interpretarla".
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