Parece que, al final, aquellos a los que el Gobierno y su entorno de analistas bien subvencionados tachaban de “pseudomedios” tenían razón. Lo grave no es sólo eso —aunque ya sería suficiente para sonrojar a más de uno— sino que los que desprestigiaron a esos medios que informaron correctamente, lejos de disculparse, siguen instalados en el más absoluto cinismo. Y no, no me refiero a esos espacios infectados de ruido y bilis, con pseudoperiodistas que sólo buscan una reacción, un portazo, un insulto, una imagen que llevar al click fácil. No. Hablo de medios que, mal que les pese a algunos, han hecho su trabajo: informar. Investigar. Preguntar.
Todo esto, por si alguien lo ha olvidado, va del escándalo del caso Koldo, con ramificaciones que alcanzan a Ábalos, Cerdán, y quién sabe a cuántos más. Va de millones públicos desviados, de adjudicaciones amañadas en el AVE de Almería, de contratos en pandemia que olían a podrido desde el minuto uno… y que algunos se atrevieron a señalar cuando aún costaba caro hacerlo.
Lo irónico, lo insultante, es ver cómo ahora los que se dedican a justificar al PSOE —ya sea en tertulias, en columnas de opinión o como presuntos analistas independientes con nómina pública durante décadas— se empeñan en convencernos de que los corruptos no son los políticos, sino las empresas. El nuevo relato es de manual: las constructoras y compañías privadas son el demonio con maletín, mientras que los cargos públicos implicados son pobres hombres (y mujeres, ya hablaremos de eso) víctimas de las tentaciones del capitalismo salvaje.
Ahora toca blanquear el escándalo con un nuevo argumentario, servido en bandeja por los mismos que vivieron del PSOE en alguna delegación, diputación o fundación: que la culpa es de las empresas. Que son ellas las corruptoras. Que los políticos socialistas son víctimas de la ambición privada. Que la izquierda no roba... por lo que debemos intuir que los ERE fue cosa del PP, que lo de Filesa también, que lo del BOE también, que lo de la Cruz Roja también, lo de Juan Guerra también, lo de los fondos reservados también lo de la UGT también, el caso Azud, el caso AVE, el caso GAL, Púnica... ¡pero cuanta gente de derechas hay en este país camuflada en la izquierda!!!
Y aquí es donde uno se pregunta: ¿los políticos son corrompidos o son corruptores? Porque el matiz no es menor. ¿Es la empresa la que acude con la mordida envuelta en papel de regalo o es el político el que exige el sobre bajo cuerda para adjudicar una obra? Si una empresa presenta el mejor proyecto, la mejor oferta, la lógica indica que debería ganar el concurso. Entonces, ¿por qué pagar una mordida? La respuesta es sencilla: porque sin mordida no hay trato. Y ese “trato” lo ponen en marcha desde la administración. Es decir, desde el poder.
Así que no, las empresas no son víctimas. Pero tampoco son las únicas culpables. Aquí hay dos partes que juegan el mismo partido, aunque uno lleva el reglamento y el silbato, y controla al árbitro.
Sin embargo, lo único que se le ocurre a algunos partidos para acabar con estos escándalos es proponer que las empresas implicadas en tramas de corrupción no puedan volver a licitar con la administración. Una ocurrencia digna de patio de colegio. Porque, claro, bastará con que cambien de nombre o monten otra sociedad para seguir compitiendo. ¿Y los políticos y funcionarios implicados? Silencio. Ni una propuesta para inhabilitarlos de por vida. Por algo será. Quizá porque muchos de los que hoy se sientan a legislar ya estuvieron antes en la trinchera de la mordida, o sueñan con hacerlo.
Y ahora, el comodín de la desigualdad. Se dice que la corrupción disminuiría si hubiera más mujeres en el poder. Como si el cromosoma XX fuera garantía de honestidad. Lo que ocurre, simplemente, es que hay menos mujeres en los círculos de poder —político y empresarial— y, por tanto, menos expuestas a la corrupción. Pero donde mandan, sus miserias son las mismas. No porque sean mujeres, sino porque son humanas. Y el poder, ya lo dijo Lord Acton, corrompe. Sin género.
En resumen: que estamos ante un caso de corrupción de libro, con nombres y apellidos, con millones en juego y con un partido, el PSOE, en el epicentro. Y lo que algunos intentan es, otra vez, distraer la atención. Así que no, no cuela. No cuela este intento de redibujar el relato. Los culpables no son las empresas ni la testosterona. Los culpables están en los escaños y en los despachos. Son los que manejan la máquina de adjudicar, los que invitan a jugar al que esté dispuesto a pagar.
Y todo menos admitir que se equivocaron. Todo menos mirar hacia Ferraz.