Cuando aún no se ha resuelto la algarada de Brasil, la izquierda española brama contra sus propias prácticas antidemocráticas. Los autores del escrache como “jarabe democrático”; los que se emocionaban por ver patear a un policía; los que veían Ketchup de atrezzo cuando apredreaban; los que protegen a los delincuentes que okupan una vivienda; los que alientan la inmigración ilegal; los que fracasan en sus políticas de género; los que utilizan la memoria como revancha y exaltación de odio… y los mismos que rodean el Congreso para impedir una investidura en un proceso irreprochablemente democrático o los que lanzaron la alerta antifascista para boicotear la llegada de un nuevo gobierno en Andalucía. Estos son los llamados progresistas; es decir, socialistas, comunistas, secesionistas, golpistas y sucesores de los terroristas. Estos son los que ahora braman contra lo que ellos mismos protagonizan y alientan.
Estos son los que alucinan por las declaraciones de Cuca Gamarra cuando asegura que lo de Brasil se habría despachado en España como un delito de desorden público ampliado; vamos, algo menos que te pillen conduciendo con el móvil en la mano. Evidentemente, la dirigente del PP lleva toda la razón.
A los que hay que temer como un peligro para la democracia son los que ahora rebuznan en aras de esa progresía populista que conduce a la miseria en gran parte de los países del continente americano; países que lamentablemente han caído en las fauces de populistas indigenistas, socialistas y comunistas, todos corruptos y delincuentes.
Es preciso recordar las algaradas antidemocráticas de los podemitas, así como el abrigo que el PSOE otorga a lo peor del albañal político de separatistas y filoetarras. Tanto cinismo, tanta hipocresía y un vomitivo postureo progresista han de encontrar el rotundo rechazo de una sociedad que, de momento, tendremos que esperar con asco e indignación a que llegue el momento y nuestra oportunidad para enviarlos a donde se merecen estar. Eso sí, si nos dejan.