En estos días de ruido, egos y postureo parlamentario, se ha instalado en el imaginario político-mediático una idea que conviene desmontar con algo de serenidad: que el gobierno de Pedro Sánchez depende exclusivamente del capricho de sus socios de investidura. La escena simbólica —el pleno sobre la corrupción del PSOE, celebrado el pasado miércoles— parecía un ultimátum. Como si, de pronto, si ERC, Bildu o el PNV decidieran bajarse del tren, las Cortes se disolvieran por arte de magia y apareciera un cartel de “Game over” sobre La Moncloa. Pero no, no funciona así.
La tentación melodramática es comprensible. Gabriel Rufián, en su versión más egocéntrica y teatral, vino a decir que le habían perdonado la vida a Sánchez. Que una cosa era la corrupción y otra muy distinta el conjunto del gobierno. Y que si esto iba a más, habría que consultar al pueblo. O sea, elecciones. Qué bonito suena eso de la democracia directa, pero, como mínimo, convendría recordar el detalle de que quien convoca elecciones es el presidente del Gobierno. Punto. Ni ERC, ni Bildu, ni Junts, ni siquiera el propio Congreso. Solo Pedro Sánchez puede firmar el decreto de disolución. Y puede hacerlo cuando quiera. Hoy, mañana o dentro de dos años. Aunque no tenga apoyos para los presupuestos. Aunque no consiga aprobar ni una ley más. Aunque Bruselas le sancione por no cumplir compromisos como la subida del diésel o el gasto en defensa. Aunque el BOE se convierta en un cementerio de proyectos atascados. Aunque lo único que haga sea resistir, resistir y resistir.
Ahora bien, lo que sí puede dinamitar el gobierno —y esto parece olvidarse en medio de tanta declaración altisonante— no es un voto en contra de una proposición de ley. Es una ruptura interna. El socio de coalición. El que comparte Consejo de Ministros. El que firma con el presidente cada martes. El que aparece en la foto oficial. El único que de verdad podría acabar esta legislatura con un portazo. Y ese no es otro que Sumar.
Sumar, ese proyecto gaseoso que nació para unificar la izquierda del PSOE y que, poco a poco, se ha convertido en una jaula de grillos, con las encuestas en caída libre y Podemos relamiéndose con cada error ajeno. Porque mientras Yolanda Díaz intenta mantener el tipo —más pendiente del equilibrio imposible entre gobernar y desmarcarse—, Podemos ha encontrado una mina de oro: presentarse como la única izquierda incorruptible frente al gobierno de un PSOE “manchado” y de una Sumar cómplice. Una jugada fácil, rentable y sin demasiados escrúpulos.
En el pleno del miércoles, los gritos de "¡cómplices!" contra Sumar no fueron solo un exceso de tono: fueron la señal de que ese espacio político empieza a desangrarse. A un lado, el ala institucional, que aún cree que desde dentro del gobierno se puede transformar algo y que sueña con llegar a las elecciones diciendo “gracias a nosotros se logró esto y lo otro”. Al otro, el ala combativa, que considera que seguir en el gobierno es colaborar con el enemigo. Que lo ético, lo valiente, lo digno, es romper. Cuanto antes, porque cuento más tarden, más merienda les acabará comiendo Podemos.
Y ahí está el dilema real. ¿Qué le interesa más a Sumar? ¿Aguantar en el gobierno para vender resultados que quizás no lleguen o llegar limpio a las urnas liderando la bandera de la decencia? Porque en política, como en la vida, el que llega tarde a romper, suele llegar tarde a todo.
Históricamente, en este país (y no solo en este), los partidos pequeños que se coaligan con los grandes acaban aplastados por su propio entusiasmo. Que se lo pregunten al PA cuando se juntó con el PSOE andaluz. O a IU, cuando también lo hizo. Más cerca, que alguien le pregunte a Ciudadanos qué tal le fue después de ser socio del PP de Juanma Moreno en la Junta. En todos los casos, la historia se repite: el grande se lleva las medallas; el pequeño, las bofetadas.
Y eso es lo que Yolanda Díaz y los suyos tienen que valorar. Si seguir en el gobierno les condena a ser irrelevantes —o incluso a desaparecer—, o si dar un golpe de timón puede salvarles políticamente. Pero claro, una cosa es la estrategia electoral y otra muy distinta los cargos, los sueldos, los asesores, los gabinetes, las sillas que muchos no pensaron jamás ocupar. No es fácil renunciar a un coche oficial. Ni a 80.000 euros al año. Ni a reuniones con ministros europeos. Ni a titulares. Ni a la posibilidad de aparecer en la historia como "vicepresidenta".
Porque abandonar el gobierno no solo es una decisión política: es también una ruptura emocional con el poder. Y eso, por mucho que se quiera vestir de dignidad ideológica, no siempre se consigue sin dolor.
¿Qué hará Sumar? ¿Qué hará Yolanda Díaz? ¿Qué pesa más: el relato de los logros o la sombra de la complicidad? En esa respuesta está el verdadero final de esta legislatura. Porque, por mucho que Rufián se suba al estrado a teatralizar rupturas o el PP se frote las manos con cada desencuentro, solo hay una llave real para apagar la luz del gobierno: la de los socios de coalición.
Y esa llave, por ahora, sigue en el bolsillo de Sumar. A ver si se atreven a usarla.