La reciente ponencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley de Amnistía ha encendido un debate de calado sobre los límites del poder legislativo en España. La idea central de esta ponencia, según ha trascendido, es que el Parlamento tiene la potestad de legislar en cualquier dirección, siempre y cuando no esté expresamente prohibido por la Constitución. De lo contrario, se argumenta, chocaríamos con los principios democráticos y la soberanía parlamentaria.
A primera vista, este argumento parece defender una amplia autonomía del poder legislativo. Sin embargo, si nos detenemos a reflexionar, esta interpretación abre la puerta a una perversa lógica. La Constitución, por ejemplo, no prohíbe expresamente la esclavitud, el robo, la calumnia o la injuria. Pero, ¿significa eso que el Parlamento podría legalizarlos? Obviamente no. Estas conductas están implícitamente prohibidas porque atentan contra derechos fundamentales y libertades personales, como la propiedad privada o el derecho al honor, que sí están consagrados en nuestra Carta Magna.
El contrapunto a esta interpretación se encuentra en la esencia misma del Estado de Derecho. Un Estado de Derecho se rige por el principio de que todo aquello que no está expresamente prohibido, está permitido. Esto actúa como una garantía para el ciudadano, que no puede ser detenido arbitrariamente, pero a su vez le obliga a cumplir las leyes aunque las desconozca. La máxima del "desconocimiento no exime del cumplimiento" es la base de nuestra seguridad jurídica. Si circulas a 120 km/h en una carretera con límite de 100 km/h, aunque no hayas visto la señal, la multa es ineludible.
Pero este principio, aplicado al ámbito constitucional, choca frontalmente con la necesidad de coherencia y estabilidad, por encima de partidos y políticos. La Constitución, en esta metáfora, es como el reglamento de un partido de fútbol. El Tribunal Constitucional, por su parte, es el árbitro, encargado de interpretar esas reglas y asegurar que el juego se desarrolle conforme a ellas. De este modo, jugadores y público tienen claras las normas del juego, conscientes de que si algo no les gusta, puede ser modificado siguiendo las propias prescripciones reglamentarias. Todos saben a qué se juega, quienes juegan y cómo se juega.
¿Qué sucedería si el desarrollo y la interpretación del reglamento quedaran exclusivamente en manos de los jugadores, que al fin y al cabo están en el campo? Cada equipo, cada jugador, lo interpretaría a su conveniencia, en función de sus intereses en cada momento. El árbitro ya sería innecesario. Y podría haber un equipo que tapase la portería con tablones porque no está prohibido por el reglamento. Esto generaría una inseguridad jurídica permanente, una situación de caos donde la validez de cada jugada dependería de la voluntad momentánea de los participantes, y también ralentizaría el juego, puesto que a cada situación conflictiva le sucedería la discusión sobre si esta vez sí o esta vez no, se acepta pulpo como animal de compañía.
Y aquí es donde volvemos a la amnistía. Una mayoría parlamentaria ha defendido su aprobación, y ahora, el Constitucional parece avalarla bajo el argumento de que no está expresamente prohibida. Pero imaginemos la situación inversa: si en un mes hay elecciones y el Partido Popular, con el apoyo de Vox, gana y decide derogar la ley de amnistía. ¿Qué quedaría entonces? ¿Sería la amnistía constitucional, y su derogación inconstitucional? ¿O viceversa?
La validez de una ley no puede depender de la voluntad fluctuante de los "jugadores" en cada momento. Debe existir un reglamento claro y, sobre todo, un árbitro imparcial que establezca la interpretación recta. Si el Tribunal Constitucional diluye su papel de garante de la Carta Magna en aras de una supuesta soberanía parlamentaria ilimitada, nos encaminamos directamente hacia una inseguridad jurídica permanente y, en última instancia, a una dictadura parlamentaria, por cuanto los diputados son dueños y señores del reglamento, que ellos hacen y ellos interpretan, eludiendo la figura del contrapoder que sustenta el sistema democrático.
La Constitución se puede cambiar, y tiene establecido el mecanismo para ello. Y hay más de una cosa que a estas alturas bien estaría darle una vuelta (¿república, por ejemplo? ¿eliminar las referencias a la Iglesia Católica? ¿tal vez incluir el nombre las de las Comunidades Autónomas?) pero no puede dejarse que todo sea al arbirtio de los parlamentarios, la soberanía "reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado", no al revés.