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Maldad en estado puro
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Maldad en estado puro

Por Rafael M. Martos
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sábado 26 de julio de 2025, 06:00h
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La historia de Ana Julia Quezada es una de esas que se clavan en la conciencia colectiva y no hay forma de despegarlas. No por morbo, no por amarillismo, no. Por horror. Porque uno sigue sin poder comprender cómo alguien puede albergar tanto mal dentro. Pensábamos que ya no podíamos ver más vileza en este caso, pero nos equivocamos. Patricia Ramírez ha vuelto a declarar en un juzgado de Almería, porque su pesadilla no termina. El juez ha reabierto la denuncia por amenazas que ella presentó contra Ana Julia, que no olvidemos que está en la cárcel. La misma cárcel donde cumple una condena de prisión permanente revisable por haber asesinado al hijo de Patricia y Ángel, Gabriel, el "pescaíto". Y ahí sigue, viva, presente, moviendo los hilos del miedo desde dentro, como si no hubiese hecho ya suficiente daño.

Lo verdaderamente estremecedor no es solo que Ana Julia la haya amenazado —aunque ya eso bastaría para poner los pelos de punta—, sino el contexto: según ha trascendido, no es un simple arranque verbal. Hay informes, testigos, incluso una reclusa que confirma haber oído a Ana Julia decir que mataría a Patricia si pudiera. El caso, que inicialmente fue archivado, ha tenido que ser reabierto porque los indicios no son menores. Y mientras Patricia va al juzgado con la dignidad a rastras, con esa entereza que a veces da el dolor crónico, Ana Julia comparece desde prisión, por videoconferencia, con una frialdad que hiela el alma. Ya no es que no se arrepienta. Es que parece disfrutar de seguir siendo una amenaza presente.

Y esto, además, se suma al nauseabundo espectáculo que ya conocíamos: intentos de vender su historia, de participar en documentales, de negociar con productoras para convertir su crimen en una especie de guion pagado. A cualquiera se le puede conceder el derecho a contar su versión, sí, incluso desde la cárcel. Pero cuando esa versión se basa en una mentira sistemática, cuando busca rentabilizar el asesinato de un niño, cuando se hace supuestamente a través del uso indebido de teléfonos móviles obtenidos mediante chantajes a funcionarios —a veces sexuales—, entonces ya no estamos ante el derecho a la libertad de expresión o a la autodefensa. Estamos ante un insulto, una obscenidad, un nuevo atentado contra la memoria de Gabriel y la dignidad de sus padres.

Porque eso tampoco hay que olvidarlo. Demasiado a menudo se nos pasa que el padre de Gabriel también vive atrapado en este horror. No solo perdió a su hijo de una forma atroz, es que la persona que lo mató era su pareja, su compañera, la mujer con la que compartía casa, confianza, vida. ¿Cómo se sobrevive a eso? ¿Cómo se reconstruye uno tras ese doble mazazo? Ella, Ana Julia, fue capaz de acostarse durante días junto al padre del niño que había matado, como si nada. Patricia ha tenido más visibilidad, más altavoz, porque ha sido valiente, combativa, incansable. Pero el padre de Gabriel también está ahí, sufriendo en silencio, víctima doble de la misma monstruosidad.

Lo que hace Ana Julia desde la cárcel es de una crueldad inaceptable. Y hay algo profundamente desasosegante en el hecho de que, a pesar de estar entre rejas, siga teniendo capacidad de hacer daño, de atemorizar, de acosar a quien ya perdió todo. Que una madre tenga que volver a un juzgado, años después de haber enterrado a su hijo asesinado, para pedir protección porque su asesina la sigue amenazando… eso no puede ser. No se puede permitir que el mal tenga altavoces, teléfonos móviles y hasta minutos de pantalla.

Y por si todo esto no bastara, siguen flotando en el aire las sombras del pasado de Ana Julia. Aquella hija suya que murió en circunstancias oscuras en Burgos, y de la que siempre quedó una duda amarga, un interrogante que nadie ha conseguido borrar del todo. Porque cuando uno mira el recorrido vital de esta mujer, cuando uno repasa con detalle sus pasos, sus versiones, sus maniobras, llega un momento en que se da cuenta de que aquí no estamos hablando de alguien que cometió un crimen y lo pagó. Estamos hablando de alguien que ha hecho del mal una estrategia vital. Que ha cruzado todas las líneas posibles, incluso después de haber sido condenada.

Y sí, claro que hay una condena firme. Claro que está en prisión permanente revisable. Pero ¿de qué sirve esa condena si desde la cárcel puede seguir infligiendo dolor? ¿De qué sirve si puede utilizar móviles, grabaciones, relaciones personales o sexuales para seguir manipulando, amenazando, humillando? ¿De qué sirve si la justicia, cada vez que Patricia pide ayuda, tarda meses en reaccionar?

Ana Julia debería haber desaparecido del relato. No por olvido, sino por justicia. Su nombre no debería resonar más allá de una sentencia. Pero no. Ahí sigue, como un espectro cruel, como una presencia que no cesa. Y mientras tanto, Patricia sigue viviendo en estado de alerta. Porque por mucho que ella diga, tiene miedo, se nota en su voz, en su mirada, que lo que tiene es algo más hondo: es cansancio, es rabia, es esa mezcla de dignidad herida y coraje puro que solo puede brotar de alguien que ya lo ha perdido todo y aun así se levanta cada día.

Ojalá algún día la justicia haga lo que tiene que hacer: proteger de verdad. Ojalá el sistema penitenciario sea más estricto con quien ya ha demostrado que no tiene redención. Y ojalá a Patricia le dejen, al menos una vez, vivir sin miedo.

Ana Julia Quezada no solo mató a un niño. Se ha empeñado en seguir matando en vida a su madre.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"