Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, nos lo cantó Enrique Santos Discépulo en su tango Cambalache, pero esta semana lo hemos corroborado viendo la Asamblea General de la ONU celebrada en Nueva York donde la falta de corazón, el exceso de testosterona, la ausencia de razón y el tintineo y brillo del oro, han puesto de manifiesto que hemos llegado al máximo grado de cinismo, hipocresía y degradación humana.
Celebraban el ochenta aniversario de un organismo que se hace llamar Naciones Unidas, pero donde hay cinco países que pueden vetar cualquier decisión de los demás, un esperpento. Hablaban de cambio climático, de derechos humanos, de igualdad y justicia, permitiendo que Netanyahu, perseguido por crímenes de guerra, ante un auditorio vacío porque no quieren escuchar a un asesino, negase el genocidio que está ejecutando contra el pueblo palestino porque les tira pasquines avisándolos de que se vayan de allí antes de masacrarlos, o planeando cómo parar a la flotilla que navega por la paz para abrir un corredor humanitario que lleve alimentos y medicinas al pueblo gazatí, o mintiendo, porque el objetivo es el exterminio, sobre que la guerra terminaría si liberasen a los rehenes israelís y los terroristas de Hamás se entregasen.
O al ministro de asuntos exteriores de Rusia negando que quieran atacar a la OTAN mientras sus drones sobrevuelan Polonia y Estonia y amenazando con que se defenderían de cualquier ataque contra ellos; que están abiertos a un acuerdo de paz, pero con la seguridad de que el pueblo ucraniano no recuperará los territorios invadidos y que Israel está cometiendo asesinatos injustificables contra el pueblo palestino mientras ellos bombardean sistemáticamente al pueblo ucraniano y destruyen sus centrales eléctricas para dejarlo morir de frío.
O a Trump ironizar sobre un complot contra él porque las escaleras y el teleprónter se le estropean mientras anima a Ucrania a recuperar los territorios perdidos y piensa en las armas que le va a vender a Europa para ello. O mientras con la boca pequeña dice que va a acabar con la guerra en Gaza, calculando el negocio para construir con Israel un resort de lujo en el territorio ocupado una vez los hayan aniquilado a todos.
Señores de la guerra, adalides del capitalismo, que escupen, pisotean y desprestigian los principios básicos de cooperación, de acuerdos y leyes internacionales, por los que sus antepasados crearon las Naciones Unidas, tras derrotar al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, para garantizar que algo similar no volviese a ocurrir. Gentuza que han olvidado la sangre derramada e ignoran el sufrimiento de sus pueblos, de las gentes a las que representan, a las que tienen que defender, y que mandan sin escrúpulos a primera línea de combate, mientras ellos, parapetados en palacios, juegan a repartirse el mundo y el poder.
De entre todos los discursos, el más desesperanzador ha sido el de Zelenski, que en el corazón de la ONU nos ha recordado algo que tenemos interiorizado desde que nacemos, por muchos buenos mensajes de diálogo y concordia entre todos. Aquí gana quien tiene más poder, más armas y más fuerza bruta que nadie, o si tienes aliados poderosos que te quieran defender. De nada sirven las leyes internacionales, los discursos de hermandad y el deseo de la mayoría de la población de vivir en paz y armonía. Sus palabras las ha aprendido a la fuerza, después de tres años suplicando que el Derecho Internacional y la política parasen la guerra en su país.
Vivimos otro nuevo punto de inflexión de la humanidad, un cambio de era, de ciclo, del orden mundial establecido. Donde la tecnología es más poderosa y decisiva que nunca, con millones de bombas nucleares repartidas por el planeta, con el fascismo creciendo y ninguna garantía y seguridad de poder parar a los descerebrados.
Escuchando a esta chusma, me han venido a la cabeza dos ratones de laboratorio mejorados genéticamente, protagonistas de una serie de dibujos animados que se llamaba Pinky y Cerebro. El primero era inocente, torpón y un buenazo, y, en la introducción de cada capítulo, mientras corría en una rueda en la jaula, preguntaba: ¿Qué haremos esta noche? El segundo, mientras un relámpago cruzaba la oscuridad, respondía con voz tenebrosa: “Lo de siempre, ¡tratar de conquistar el mundo!”. Por suerte nunca lo conseguía, o bien porque Pinky metía la pata y desbarataba el plan, o por simple mala suerte.
Esa es la única esperanza, que los Pinkys del mundo, que somos mayoría, evitemos que los Cerebros no consigan sus objetivos.