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¿Para qué sirve una línea roja?

¿Para qué sirve una línea roja?

Por Rafael M. Martos
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martes 08 de julio de 2025, 06:00h

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Sorprendentemente —y digo “sorprendentemente” con la misma sorna con la que uno dice “increíble” cuando el café de máquina sabe a rayos— Alberto Núñez Feijóo ha sido reelegido presidente del Partido Popular en el Congreso celebrado este pasado fin de semana. Qué cosas. Los congresos, ya se sabe, son esos momentos de liturgia partidaria donde todo está atado y bien atado… salvo la conexión con la realidad. El caso es que el PP no solo ha reelegido a su líder, sino que además lo ha bendecido automáticamente como candidato a la Presidencia del Gobierno en las próximas elecciones generales, porque así lo disponen sus estatutos, que como todo el mundo sabe, son una suerte de tabla de la ley bajada directamente desde el Sinaí de Génova 13.

En ese contexto, el PP ha proclamado que su voluntad es gobernar en solitario. Eso siempre suena bien. Tiene algo de noble, de digno, incluso de romántico: una fuerza política que aspira a no deberle nada a nadie, como un caballero andante que cabalga solo con su armadura (y sus encuestas) a cuestas. Pero claro, luego llegan las matemáticas, que tienen menos romanticismo que un Excel de Hacienda, y te recuerdan que sin mayoría absoluta, gobernar en solitario es como intentar jugar al ajedrez sin piezas negras: tú mueves, sí, pero el tablero no funciona.

Feijóo ha añadido que no establecerá cordón sanitario alguno contra Vox. Que la única línea roja que pone es con Bildu. Todo lo demás, dice, es negociable. Incluso con Junts, si se diera el caso, lo cual no deja de tener su guasa, dado que hace apenas unos meses parecía que ni les saludaba en los pasillos del Congreso.

Y aquí viene el meollo: ¿para qué sirven las líneas rojas? ¿Son útiles? ¿Son moralmente necesarias? ¿O son postureo para la galería? Porque, ojo, una línea roja no deja de ser un trazo imaginario que uno dibuja para parecer firme, pero que rara vez resiste la tentación del borrador cuando llega la aritmética parlamentaria.

El problema no es tanto trazar líneas rojas como elegir bien sobre qué se trazan. Porque, vamos a ver: ¿tiene sentido establecer un cordón sanitario contra un partido entero, como si fuera una plaga, sin matizar qué propuestas son las que se rechazan? ¿No sería más sensato y más honesto decir que hay propuestas —vengan de quien vengan— que no se pueden aceptar, y punto? Lo digo porque Sánchez se saltó su línea roja a Bildu cuando les necesitó para la investidura, pero es que tampoco tuvo problema en aceptar los votos de Vox en distintas ocasiones... ¿los negoció y algún día nos enteraremos?

Pongamos un ejemplo: si Feijóo quiere bajar impuestos y Junts, que no es precisamente un partido socialdemócrata, está dispuesto a apoyarlo a cambio de algo razonable (pongamos que razonable en su universo), ¿es eso inaceptable? Pues depende. Si lo que Junts pide a cambio es que le aprueben un referéndum encubierto, entonces eso no debería admitirse. Pero si se trata de propuestas que pueden discutirse dentro del marco constitucional, ¿dónde ponemos la línea roja?

Y lo mismo al revés. Si el PSOE quiere subir el salario mínimo y Bildu le apoya a cambio de… bueno, de seguir existiendo y normalizándose políticamente, ¿eso es peor que si se lo apoya el PNV a cambio de competencias fiscales exclusivas? ¿O es que hay partidos que tienen bula y otros que tienen marca de Caín?

La verdadera trampa está en que, con este sistema parlamentario tan repartido, los partidos minoritarios acaban imponiendo los elementos más duros de su ideología a cambio de su apoyo. Y lo hacen sin haber pasado el filtro mayoritario de las urnas. Esa es la perversión: cuando una fuerza pequeña, por radical que sea, consigue que el partido grande ceda justo en lo más delicado, solo para que le vote a favor.

Así, Junts ha logrado que el PSOE trague con la amnistía. Vox, allá donde ha sido necesario, ha forzado políticas restrictivas en inmigración, o la batalla cultural en la educación. Bildu ha blanqueado a sus candidatos bajo la excusa de la normalidad democrática, y a cambio el Gobierno mira a otro lado. Y mientras tanto, los votantes mayoritarios —los que votaron PSOE o PP, los que confiaron en Sumar, en el PNV, incluso en Ciudadanos cuando existía— ven cómo se legisla sobre sus cabezas, no en su nombre, sino en nombre de acuerdos de geometría variable con partidos unipersonales.

Por eso, la cuestión no es con quién se pacta, sino a cambio de qué. El problema no es Vox, ni Bildu, ni Junts, ni ERC, ni el PNV. El problema es qué están dispuestos a ceder los partidos mayoritarios para que esos otros levanten el pulgar en el Congreso.

Además, lo peor es cuando el mayoritario no solo traga con el pacto, sino que parece cambiar hasta de chaqueta. Pongo dos ejemplos, uno de Sevilla, donde el PP necesitó el voto de Vox para aprobar los presupuestos municipales, y la ultraderecha le reclamó un chiringuito para luchar contra el derecho al aborto, y el alcalde aceptó... vale, lo ridículo es que éste, en vez de reconocer que a él no le gusta y que lo ha hecho en aras de un bien mayor que son los presupuestos (esa oficina no restringe ningún derecho, es meramente informativa... un chiringuito, insisto), pues se pone a defenderla como algo útil ¿entonces por qué no lo impulsó él? Y otro ejemplo, el presidente de Valencia, para lograr los votos de Vox al presupuesto de la Comunidad, no solo se comió las pamplinas ideológicas de éstos, las acabó defendiendo como positivas... cuando sencillamente podía haber dicho que lamentaba que ese fuera el precio de la ultraderecha para la reconstrucción tras la DANA.

Ahora apliquen eso mismo a lo indultos o a la amnistía ¿por qué el PSOE defiende ahora aquello que consideraba inconstitucional? ¿no sería más honesto decir la verdad, o incluso no ceder, decir que si no hay presupuestos para toda España -incluida Cataluña- es porque una minoría defiende únicamente sus intereses minoritarios?

Ahí es donde deberían estar las líneas rojas. No sobre los nombres, sino sobre las ideas. No contra un partido entero, sino contra medidas concretas. Si alguien propone eliminar el matrimonio igualitario, ahí hay una línea roja. Si alguien quiere controlar los medios públicos a golpe de decreto, línea roja. Si alguien quiere permitir que una comunidad autónoma tenga una política migratoria contraria a los derechos humanos, línea roja. Y si alguien, desde el otro extremo, quiere romper la igualdad entre ciudadanos o despenalizar la sedición bajo eufemismos, también línea roja.

En definitiva: las líneas rojas no deben servir para posturear ni para dar titulares. Sirven —o deberían servir— para proteger a la mayoría de los excesos de las minorías ideologizadas que, por tener la llave del escaño 176, creen que pueden dictar las reglas del juego.

Y eso no va de izquierda o derecha. Eso va de dignidad democrática.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"