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Abolir la Declaración Universal de los Derechos Humanos
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Abolir la Declaración Universal de los Derechos Humanos

miércoles 06 de agosto de 2025, 16:58h
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Sociedades modernas llenas de derechos, pero huérfanas de deberes

Puede que sea el calor del verano lo que incita al viejo marino a proclamar:

—Pienso que ha llegado la hora de abolir la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Así, de pronto, la profesora no puede ocultar su sorpresa y replica:

—¿Abolirla? —replicó, con voz firme—. Eso suena a sacrilegio en estos tiempos, además de un inadmisible retroceso social.

El marino, con sorna, aclara:

—Hay que precisar. No me refiero a todos los países, porque los hay que los incumplen sistemáticamente. Propongo una sustitución en los países desarrollados; en los que los derechos han dejado de ser aquella defensa frente al poder para convertirla en una bandera para incívicos, egoístas, individualistas e insolidarios.

Hay quienes invocan sus «derechos» para imponer su voluntad y no para proteger la dignidad humana. Lo que fue un avance social, en algunas sociedades, es una excusa para no aceptar cargas, obligaciones, responsabilidades y actuar sin límites.

Aquello de «tu libertad termina donde empieza la mía» empieza a ser una distopía para estas generaciones.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en 1948 por ONU en París, fue un hito y un avance social. Una advertencia frente al horror, para impedir que el ser humano volviera a ser tratado como carne de cañón ideológica o perseguido por su condición o creencias.

Mientras, en algunos hemisferios, no se avanza, principalmente por cuestiones políticas, regímenes autocráticos, dictaduras o creencias religiosas incompatibles con los derechos individuales; en otros, casi 80 años después, es necesario, en los países occidentales, hacer sin complejos —igual que ocurre con otras leyes— una revisión para actualizarla, porque parece que aquel marco, ha cumplido su ciclo.

Incido e insisto, no se trata de eliminar derechos, sino equilibrarlos con sus responsabilidades, porque los «derechos» se han convertido en tótems individualistas, que llegan a ahogar la convivencia.

Al final hemos construido una sociedad cada vez más obesa en derechos, pero más anoréxica en deberes, por eso propongo que se haga la «Declaración de los Deberes y Derechos Humanos», en los países desarrollados, especialmente los comunitarios, en la que además de los derechos, se contemplen los deberes, porque son las reglas de la convivencia y del equilibrio.

Interviene la joven profesora:

—Realmente pretendes construir una ecuación de difícil solución —comenta algo sorprendida por el sesgo de la conversación—, porque argumentas que no se trata de proteger al débil frente al poder, sino de blindar al «ego social» frente al prójimo, piensas que, lo que era un instrumento se ha convertido en una coartada para la autosuficiencia, el egoísmo, el narcisismo y el comportamiento despótico con los demás.

Desde algunas posiciones político-ideológicas siempre se negará este hecho, aunque se aprecia que hay unas nuevas generaciones, más individualistas que olvidan los «deberes» y como si tuvieran derecho a todo, sin esfuerzo, sin compromiso social, ni respeto a los demás.

El resultado es una deriva a ciudadanos más prepotentes, autosuficientes y profundamente egoístas que no les importa pisotear los derechos de sus vecinos. También a menores, cada vez en más, con el «síndrome del emperador», un comportamiento dominante, manipulador, ausencia de empatía y conducta agresiva con sus iguales y mayores.

Se argumentará que esto una minoría, pero que no deja de crecer.

Sin deberes, los derechos son privilegios vacíos y no se puede vivir rodeados de personas que se creen con el derecho de no respetar a los demás, que no respetan las normas de convivencia, pero que reclaman, denuncian y exigen, olvidando que su libertad y derechos existen porque otros respetan los suyos.

Lo que fue una brújula moral, al socaire de los «derechos» se ha vuelto una coartada para construir una sociedad insolidaria, inmadura y aberrante y, aunque no esté generalizado, es un síntoma de que algo no se está haciendo bien.

De forma disruptiva el marino abre otra controversia:

—Una vez que aparece esa cultura, crece como una mancha de aceite y se extiende a situaciones cotidianas y esto, ya se observa en la inmigración ilegal.

Cuando llega un inmigrante, parte de un hecho, que está en un estado de derecho, por lo que, en lugar de pensar que debe integrarse en una cultura con derechos y deberes, solo escucha la primera parte, la de los derechos.

Se transmite un relato peligroso, el de los «derechos», pero no su contrapartida, los «deberes» y la obligación de integrarse y el respeto a las normas y costumbres del país que te acoge. No sólo no ocurre, sino más bien lo contrario.

Este discurso siempre será controvertido, puede ser censurado y tachado de todos los improperios, pero por disonante y escandaloso que parezca, la responsabilidad de los buenos gobernantes no sólo es resolver los problemas, sino más importante, anticiparse a ellos, porque como resultado, en el futuro, se puede acabar teniendo una doble fractura, la interna y la extranjera.

Para distender, la profesora comenta:

—Quizás el primer artículo de esa nueva declaración debería decir: «Todo ser humano tiene el deber de respetar los derechos de los demás».

Los deberes son el pegamento invisible de una sociedad libre y sin ellos, solo queda el ruido de las reclamaciones y el caos de las expectativas frustradas.

Nuestro marino da su nota irónica:

—Y el segundo artículo debería decir: «Todo humano tiene derecho, al menos, a un café diario con vistas al mar».

Suena una carcajada que distiende un tema complejo y controvertido, pero al poco callan y se quedan ensimismados pensando que el mar lleva y trae.