Estos días, el asfalto de las carreteras del norte de la península Ibérica se ha convertido en algo más que el escenario de una competición deportiva. Las protestas que salpican algunos tramos de la mal llamada Vuelta Ciclista a España (permítanme la insistencia, pues como ya detallé en un artículo anterior, ni es una vuelta en el sentido literal, ni recorre el Estado español, sino apenas un trozo de su geografía, y a trozos) nos obligan a levantar la vista del manillar y mirar hacia una realidad mucho más cruda y compleja.
El foco de la indignación es la participación del equipo ciclista del Estado de Israel. La razón es sobradamente conocida y absolutamente desoladora: la masacre continuada en Gaza. Lo que allí sucede es un crimen de proporciones históricas, una limpieza étnica ejecutada con la precisión del hambre, la sed, las bombas y la expulsión forzosa. Ante esta barbarie, la protesta no es solo comprensible, es necesaria. Podemos debatir, y debemos hacerlo, si poner en riesgo la integridad de los corredores o del público es el método más acertado. Probablemente no lo sea. Pero el fondo, el grito contra la impunidad de un Estado que aniquila a un pueblo, es incuestionablemente legítimo. Y un servidor, desde esta tribuna almeriense, lo comparte sin ambages.
Dicho esto, la reflexión no puede quedarse en la pancarta. Si se ha de ser coherente, se ha de serlo hasta las últimas consecuencias. La Unión Ciclista Internacional y otros organismos deportivos no dudaron en excluir a Rusia de sus competiciones tras la invasión de Ucrania. Una decisión que muchos aplaudimos. La pregunta, por tanto, cae por su propio peso: ¿por qué esa vara de medir no se aplica a Israel? ¿Acaso las vidas en Gaza valen menos que las vidas en Ucrania? ¿O es que el derecho internacional es un menú a la carta del que cada cual elige qué artículos cumple y cuáles ignora según sus alianzas geopolíticas?
El cinismo resulta sonrojante. Pero si de verdad quisiéramos ser rigurosos, si nos pusiéramos exquisitos con la defensa de los derechos humanos, la lista de excluidos debería ser considerablemente más larga. Si el listón es el respeto a la dignidad humana, ¿qué hacemos con Arabia Saudí, ese gran aliado de Occidente donde los derechos de las mujeres son una entelequia y la homosexualidad se castiga con la muerte? ¿Qué hacemos con las teocracias como Irán, o con falsas democracias como la marroquí, que además de oprimir a su pueblo ocupa ilegalmente el Sáhara Occidental y es aliada del ente sionista? ¿Y qué decimos de China, de Venezuela, de Cuba, de Corea del Norte? La lista es larga y vergonzante.
Con todos ellos mantenemos relaciones comerciales, diplomáticas y, por supuesto, deportivas. Sus equipos y deportistas compiten bajo sus banderas, sus empresas patrocinan eventos y sus regímenes aprovechan cada fotografía, cada medalla, para lavar una imagen manchada de sangre y opresión. Es una hipocresía de manual. Se pone el foco en Israel —y con razón— pero se desenfoca convenientemente para no ver las vigas en los ojos de otros tantos.
Entiendo que el mundo es un lugar complejo. Entiendo que, por desgracia, a veces no queda más remedio que negociar con tiranos para comprar gas o materias primas mientras no se desarrollen alternativas. Asumamos esa ingrata realidad. Pero una cosa es la realpolitik comercial y otra, muy distinta, es extenderles una alfombra roja en los grandes eventos lúdicos y deportivos del planeta. Estos actos no son una necesidad, son una elección. Y al elegirlos como compañeros de juego, nos convertimos en cómplices de su blanqueamiento.
Por eso, me habría parecido correcta la exclusión del equipo israelí. Y sí, soy consciente de que es un castigo injusto para los ciclistas, que son profesionales y no tienen por qué compartir las políticas criminales de su gobierno. Pero es la misma injusticia que se aplicó a los deportistas rusos. Si se establece un precedente, debe aplicarse a todos por igual. Y si empezamos a aplicarlo, hagámoslo con un mínimo de coherencia.
El listón debe ser claro: los regímenes que violan sistemáticamente los derechos humanos, que practican el terrorismo de Estado o que invaden a sus vecinos no deberían tener un asiento en la fiesta del deporte mundial. Dejemos de ofrecerles el mejor escaparate para venderse como países normales, porque no lo son. Quizás tengamos que tragar y comprarles petróleo, pero, por lo menos, no les compremos también su propaganda.