En los últimos años, hablar de salud mental se ha convertido, por fin, en algo que ya no asusta ni avergüenza. Reconocemos sin rubor que sentimos ansiedad, tristeza o estrés, como prueba el hecho de que las redes sociales se han llenado de mensajes sobre autocuidado, terapias, bienestar emocional y límites saludables. Pareciera que la sociedad ha dado un gran paso adelante en visibilizar algo que durante décadas había sido un tabú.
Sin embargo, detrás de esa aparente conquista se esconde una gran paradoja. Hablamos más de salud mental, pero tenemos menos en cuenta a quienes tienen patologías mentales. Abundan los discursos sobre la gestión de las emociones o la superación de las ‘crisis existenciales’, pero las personas con enfermedades mentales graves (esquizofrenia, trastorno bipolar, trastornos psicóticos o de personalidad severos, etc.) siguen siendo las grandes ausentes de ese relato que muchos abanderan. Son invisibles en una sociedad que corre demasiado deprisa como para detenerse a mirar a quienes ven y perciben el mundo desde otro prisma.
De los muros de los psiquiátricos a los muros del hogar
Durante décadas, había hospitales psiquiátricos donde se trataba a personas con enfermedad mental y que, por esa misma razón, se convirtieron en un símbolo de aislamiento y estigmatización. Sin embargo, con el paso del tiempo, y gracias a la lucha de profesionales, familias y movimientos sociales, se apostó por cerrar esos centros y favorecer la convivencia en el entorno familiar y vecinal, una solución bienintencionada e impulsada desde los sectores progresistas de la sociedad. Pero, como suele ocurrir cuando se confunde la teoría con la práctica, la realidad nos da, en sentido figurado, un buen coscorrón.
La integración no se decreta, se construye a base a esfuerzos compartidos de la sociedad en su conjunto, de recursos destinados, de formación, acompañamiento y sensibilidad social. Pero en este caso, lo que se hizo para avanzar hacia la inclusión acabó siendo un fracaso que desembocó en el abandono silencioso de muchas personas con enfermedades mentales, cuya única tabla de salvación, como en tantos otros casos, ha sido sus familias, que cargan prácticamente solas con el cuidado de sus seres queridos, sin apoyos suficientes, sin descanso y con miedo.
Miedo porque quien ha vivido junto a personas con problemas de salud mental sabe del riesgo que hay de inestabilidad, de crisis cuando se falla en la toma de medicación, de incomprensión, de juicio social. Miedo, incluso, a pedir ayuda. Porque el sistema sanitario, saturado, deteriorado y con limitaciones de financiación y personal, interviene solo cuando hay una urgencia, para después devolver a la persona enferma a su entorno familiar, donde se repite el ciclo de recaídas y soledad.
Antonio Machado, en su poema “Un loco”, retrató con gran lucidez el destino del marginado:
“El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.”
Cerrar los psiquiátricos no fue un error. El error fue no construir nada sólido en su lugar. No bastaba con derribar muros físicos, había que levantar estructuras humanas, con servicios de acompañamiento reales, centros de día especializados, viviendas supervisadas, empleo protegido, programas de ocio inclusivo, redes de apoyo familiar. Pero en lugar de eso, se ha descargado la responsabilidad en los hogares.
El resultado es un país con menos camas psiquiátricas, pero más camas en las casas, con menos internamientos prolongados, pero más hogares que se sienten abandonados a su suerte y a lo que sus recursos económicos y su red familiar y de amigos y conocidos les permita. Se sustituyó la exclusión institucional por una exclusión doméstica, menos visible y menos molesta para las conciencias.
Hacia una verdadera convivencia
Hablar de salud mental no debería ser un ejercicio de moda, ni una herramienta que sirviera como palanca política, ni un ‘postureo’, sino una cuestión de justicia social. Las personas con enfermedades mentales no necesitan solo medicación o diagnósticos, sino oportunidades para formarse, para trabajar, para relacionarse, para formar parte de la sociedad sin miedo a ser reducidas a su diagnóstico.
Si queremos una integración real, debemos invertir en sanidad, en apoyo y escucha a las familias, formar a profesionales y a la ciudadanía en general, abrir espacios de participación y romper el muro del prejuicio y el estigma.
Porque al igual que ser tolerante no es aceptar al que piensa como nosotros, sino tratar de entender al que opina diferente, la inclusión no es incluir a nuestros iguales, sino aprender a convivir con quienes no lo son. Y, sobre todo, recordar que una sociedad verdaderamente digna no se mide por cuántas veces se habla de salud mental, sino por cómo trata a quienes no la tienen.